El rechazo del 62 % de los electores chilenos al texto elaborado por la Convención Constitucional, en un voto obligatorio en el que participó más del 85 % de quienes están habilitados, constituye un mensaje inequívoco. En especial, comparado con el plebiscito inicial para reformar la carta magna, en el que el 79 % de la población que votó (menos de la mitad) se manifestó a favor, con la elección de convencionales constituyentes que dio a los independientes y a los partidos de izquierda un control de dos tercios y con el triunfo de Gabriel Boric en las presidenciales, lo que podría leerse como un retroceso del viraje progresista que se venía observando en el país austral.
Entre las explicaciones ofrecidas de la derrota se incluyen la baja aprobación de la gestión del mandatario, durante cuyo corto gobierno la inflación y la criminalidad han aumentado y la recuperación económica ha sido esquiva; la volatilidad e incertidumbre asociadas a todo referendo; las fallas de comunicación y de educación pública acerca de los contenidos positivos del borrador constitucional; la movilización y (des)información de quienes promovían el rechazo; las fallas del proceso constituyente, en el que no hubo construcción de consensos entre diversos sectores, incluso de la izquierda, y los contenidos de la propuesta sometida a aprobación popular. A la hora de descifrar por qué el hastío chileno con la Constitución neoliberal de Pinochet y el statu quo no se tradujo en más apoyo al tipo de cambio planteado, parece importante ahondar más en este último, ya que pone de presente una posible tensión entre las aspiraciones de transformación radical de algunos y el conservadurismo social de las mayorías.
Más allá de la regulación activa del Estado, el control del sector privado, las restricciones sobre la actividad minera y el reemplazo del Senado por una Cámara de las Regiones, todo lo cual generó preocupación entre la opinión pública, el reconocimiento de un sinnúmero de derechos en la propuesta constitucional puede haber sido fuente de aún más discordia. Aunque el Artículo 1 que reza que Chile es un “Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, pluricultural, regional y ecológico” en sí no es tan polémico, el alcance concreto de la autodeterminación y la autonomía política y jurídica de los pueblos originarios fue sujeto de amplia controversia. Adicional a ello, en un largo catálogo de más de cien artículos se pretendía reconocer, además del derecho a la salud universal, educación, vivienda, deporte, internet, cuidado, agua, aire limpio, verdad, memoria y reparación integral, los de paridad de género, aborto, muerte digna y sexualidad. Tal vez lo más innovador y susceptible de incorporarse a cualquier segundo tiempo constitucional es la centralidad otorgada al medio ambiente, al que se le dan también derechos.
Una de las lecciones centrales de lo ocurrido en Chile es que los mandatos de cambio no son cartas en blanco. Si bien las izquierdas en América Latina han sido efectivas a la hora de movilizar el descontento social, no han evidenciado habilidad similar para consensuar y satisfacer las demandas ciudadanas. Al pretender decirles a las sociedades (conservadoras) de la región lo que necesitan, en lugar de escucharlas, se puede estar desaprovechando la oportunidad para efectuar un tipo de transformación que da respuesta progresista a las reivindicaciones existentes sin pretender revolucionar todo al tiempo.
El rechazo del 62 % de los electores chilenos al texto elaborado por la Convención Constitucional, en un voto obligatorio en el que participó más del 85 % de quienes están habilitados, constituye un mensaje inequívoco. En especial, comparado con el plebiscito inicial para reformar la carta magna, en el que el 79 % de la población que votó (menos de la mitad) se manifestó a favor, con la elección de convencionales constituyentes que dio a los independientes y a los partidos de izquierda un control de dos tercios y con el triunfo de Gabriel Boric en las presidenciales, lo que podría leerse como un retroceso del viraje progresista que se venía observando en el país austral.
Entre las explicaciones ofrecidas de la derrota se incluyen la baja aprobación de la gestión del mandatario, durante cuyo corto gobierno la inflación y la criminalidad han aumentado y la recuperación económica ha sido esquiva; la volatilidad e incertidumbre asociadas a todo referendo; las fallas de comunicación y de educación pública acerca de los contenidos positivos del borrador constitucional; la movilización y (des)información de quienes promovían el rechazo; las fallas del proceso constituyente, en el que no hubo construcción de consensos entre diversos sectores, incluso de la izquierda, y los contenidos de la propuesta sometida a aprobación popular. A la hora de descifrar por qué el hastío chileno con la Constitución neoliberal de Pinochet y el statu quo no se tradujo en más apoyo al tipo de cambio planteado, parece importante ahondar más en este último, ya que pone de presente una posible tensión entre las aspiraciones de transformación radical de algunos y el conservadurismo social de las mayorías.
Más allá de la regulación activa del Estado, el control del sector privado, las restricciones sobre la actividad minera y el reemplazo del Senado por una Cámara de las Regiones, todo lo cual generó preocupación entre la opinión pública, el reconocimiento de un sinnúmero de derechos en la propuesta constitucional puede haber sido fuente de aún más discordia. Aunque el Artículo 1 que reza que Chile es un “Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, pluricultural, regional y ecológico” en sí no es tan polémico, el alcance concreto de la autodeterminación y la autonomía política y jurídica de los pueblos originarios fue sujeto de amplia controversia. Adicional a ello, en un largo catálogo de más de cien artículos se pretendía reconocer, además del derecho a la salud universal, educación, vivienda, deporte, internet, cuidado, agua, aire limpio, verdad, memoria y reparación integral, los de paridad de género, aborto, muerte digna y sexualidad. Tal vez lo más innovador y susceptible de incorporarse a cualquier segundo tiempo constitucional es la centralidad otorgada al medio ambiente, al que se le dan también derechos.
Una de las lecciones centrales de lo ocurrido en Chile es que los mandatos de cambio no son cartas en blanco. Si bien las izquierdas en América Latina han sido efectivas a la hora de movilizar el descontento social, no han evidenciado habilidad similar para consensuar y satisfacer las demandas ciudadanas. Al pretender decirles a las sociedades (conservadoras) de la región lo que necesitan, en lugar de escucharlas, se puede estar desaprovechando la oportunidad para efectuar un tipo de transformación que da respuesta progresista a las reivindicaciones existentes sin pretender revolucionar todo al tiempo.