Más allá de las críticas puntuales, vale anotar que donde más se aprecian los costos de la mala gestión de Duque es en la reputación y el prestigio de Colombia.
En medio de los balances, en su mayoría negativos, de la política exterior colombiana a los tres años del accidentado gobierno de Iván Duque, la forma más ecuánime de calificarla -reconociendo como aciertos únicos el Estatuto Temporal de Protección a Migrantes Venezolanos y la estrategia frente a las demandas pendientes de Nicaragua ante la Corte Internacional de Justicia- es mediante sus pasos en falso y las oportunidades que ha perdido. El sumario de los primeros es larguísimo, pero incluye el abierto favoritismo hacia Trump, la injerencia en las elecciones estadounidenses y la demora en remover a Francisco Santos de la Embajada en Washington, el apoyo irrestricto a Juan Guaidó, la insistencia en la salida no negociada del poder de Maduro y la ruptura diplomática y comunicativa con Caracas, el retiro de Unasur y la propuesta vacía de Prosur, la presión pública a Cuba por entregar a los líderes del Eln, la abstención en el voto de rechazo de la ONU del embargo de Estados Unidos y las denuncias cínicas de represión policial de las manifestaciones en la isla, las actitudes evasivas-agresivas ante el Consejo de Seguridad y otras contrapartes internacionales en relación con la deficiente implementación del Acuerdo de Paz, el negacionismo frente a las violaciones de derechos humanos y el asesinato de líderes sociales y excombatientes, así como la torpe promoción de la economía naranja en el extranjero.
Además del sinnúmero de oportunidades perdidas que esas meteduras de pata han propiciado, cabe sumar la capitalización del rol ejercido por Colombia en distintos espacios multilaterales relacionados con el desarrollo sostenible y el cambio climático, que se ha visto opacado por la negativa a ratificar el Acuerdo de Escazú. Asimismo, el liderazgo ejercido en el debate mundial sobre las drogas ilícitas se ha desaprovechado por el discurso monológico sobre la fumigación con glifosato. Incluso, el aval oficial para la fabricación de productos y exportación de flores de cannabis con fines medicinales debería abrir horizontes alternativos frente a la hoja de coca.
Le recomendamos: ¿Dónde queda Colombia con la política internacional de Duque?
Más allá de las críticas puntuales, vale anotar que donde más se aprecian los costos de la mala gestión de Duque es en la reputación y el prestigio de Colombia. Mientras que la cuestionable política exterior de Uribe insertó los problemas nacionales dentro de la narrativa prevalente de guerra mundial contra el terrorismo, para así apalancar la “seguridad democrática” como carta de presentación internacional, Santos cosechó esa imagen de Estado “exitoso” en el combate a la insurgencia y el crimen organizado, y cultivó la de líder regional en asuntos de drogas ilícitas, medioambiente y paz, con resultados tangibles en términos de reconocimiento mundial. A diferencia de sus antecesores, el gobernante actual no ha apalancado la reputación que heredó hace tres años -de hecho, se ha dedicado a renegar de ella- ni ha podido retomar la de su jefe político. Tampoco ha sabido contrarrestar la aparición de nuevas fuentes de desprestigio, como la brutalidad e impunidad policial-estatal frente a la protesta social, la exportación de exmilitares mercenarios, la falsificación de pruebas Covid de los viajeros o la baja en la calificación de riesgo, todo lo cual, de seguir siendo desatendido ahondará en el (re)posicionamiento del país como foco de problemas y no oportunidades o soluciones.
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Más allá de las críticas puntuales, vale anotar que donde más se aprecian los costos de la mala gestión de Duque es en la reputación y el prestigio de Colombia.
En medio de los balances, en su mayoría negativos, de la política exterior colombiana a los tres años del accidentado gobierno de Iván Duque, la forma más ecuánime de calificarla -reconociendo como aciertos únicos el Estatuto Temporal de Protección a Migrantes Venezolanos y la estrategia frente a las demandas pendientes de Nicaragua ante la Corte Internacional de Justicia- es mediante sus pasos en falso y las oportunidades que ha perdido. El sumario de los primeros es larguísimo, pero incluye el abierto favoritismo hacia Trump, la injerencia en las elecciones estadounidenses y la demora en remover a Francisco Santos de la Embajada en Washington, el apoyo irrestricto a Juan Guaidó, la insistencia en la salida no negociada del poder de Maduro y la ruptura diplomática y comunicativa con Caracas, el retiro de Unasur y la propuesta vacía de Prosur, la presión pública a Cuba por entregar a los líderes del Eln, la abstención en el voto de rechazo de la ONU del embargo de Estados Unidos y las denuncias cínicas de represión policial de las manifestaciones en la isla, las actitudes evasivas-agresivas ante el Consejo de Seguridad y otras contrapartes internacionales en relación con la deficiente implementación del Acuerdo de Paz, el negacionismo frente a las violaciones de derechos humanos y el asesinato de líderes sociales y excombatientes, así como la torpe promoción de la economía naranja en el extranjero.
Además del sinnúmero de oportunidades perdidas que esas meteduras de pata han propiciado, cabe sumar la capitalización del rol ejercido por Colombia en distintos espacios multilaterales relacionados con el desarrollo sostenible y el cambio climático, que se ha visto opacado por la negativa a ratificar el Acuerdo de Escazú. Asimismo, el liderazgo ejercido en el debate mundial sobre las drogas ilícitas se ha desaprovechado por el discurso monológico sobre la fumigación con glifosato. Incluso, el aval oficial para la fabricación de productos y exportación de flores de cannabis con fines medicinales debería abrir horizontes alternativos frente a la hoja de coca.
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Más allá de las críticas puntuales, vale anotar que donde más se aprecian los costos de la mala gestión de Duque es en la reputación y el prestigio de Colombia. Mientras que la cuestionable política exterior de Uribe insertó los problemas nacionales dentro de la narrativa prevalente de guerra mundial contra el terrorismo, para así apalancar la “seguridad democrática” como carta de presentación internacional, Santos cosechó esa imagen de Estado “exitoso” en el combate a la insurgencia y el crimen organizado, y cultivó la de líder regional en asuntos de drogas ilícitas, medioambiente y paz, con resultados tangibles en términos de reconocimiento mundial. A diferencia de sus antecesores, el gobernante actual no ha apalancado la reputación que heredó hace tres años -de hecho, se ha dedicado a renegar de ella- ni ha podido retomar la de su jefe político. Tampoco ha sabido contrarrestar la aparición de nuevas fuentes de desprestigio, como la brutalidad e impunidad policial-estatal frente a la protesta social, la exportación de exmilitares mercenarios, la falsificación de pruebas Covid de los viajeros o la baja en la calificación de riesgo, todo lo cual, de seguir siendo desatendido ahondará en el (re)posicionamiento del país como foco de problemas y no oportunidades o soluciones.
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