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Sin lugar a dudas, el caso de Cuba ha sido el que más ha desafiado la coherencia de las narrativas de las izquierdas democráticas en América Latina (y el mundo), siendo la interpretación de la movilización social que se ha presentado en la isla el más reciente ejemplo.
Como ha ocurrido a lo largo y ancho del continente, se trata de una protesta espontánea y masiva originada en una combinación de agravios, incluyendo la escasez de alimentos, medicamentos y elementos de higiene, la inflación, la desigualdad, los cortes eléctricos y el manejo estatal de la pandemia, a los cuales se suma la falta de libertades.
La reacción del gobierno de Miguel Díaz-Canel fue similar a la de todos los demás: renegar de la responsabilidad propia y echarles la culpa a otros -en este caso el embargo-, denunciar la existencia de infiltrados patrocinados por Estados Unidos y el exilio, agredir, detener y arrestar a los manifestantes, denunciar la desinformación e interrumpir el acceso a internet.
También como ha ocurrido en diversos grados en el resto de la región ante la magnitud del descontento -siendo la constituyente de Chile el resultado más esperanzador- vino después un gesto oficial de reconocimiento al levantar el controversial impuesto a los bienes escasos traídos del extranjero.
Pese a esto, distintas voces de izquierda han sin unánimes en rodear a Díaz-Canel, condenar el bloqueo estadounidense, denunciar la desestabilización foránea de la isla y minimizar los hechos de violencia presentados mediante su contraste con otros casos como el colombiano. Se trata de una posición repleta de dobles estándares. Por ejemplo, insinuar que el ímpetu para las protestas viene de afuera es infantilizar a miles de manifestantes cubanos, estrategia tan colonial como la que se critica de Estados Unidos.
A su vez, es insostenible que el director para las Américas de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, sea celebrado como un héroe cuando denuncia la violencia policial y la violación de derechos humanos en algunos lugares y pase inadvertido al escrutinizar a Cuba, en donde la ONG ha documentado la detención arbitraria y desaparición de alrededor de 400 personas, así como denuncias creíbles de violencia física, incomunicación y negación de la representación legal.
Más atrevido aún es el intento por legitimar la mal llamada “democracia popular y participativa” cubana -unipartidista, estalinista y restrictiva en lo concerniente tanto a libertades políticas como sociales- mediante el señalamiento de la (evidente) crisis de la democracia en América Latina.
Evitar duplicidades como las señaladas es un dilema mayúsculo. Al tiempo que cualquier tipo de represión o negación de derechos ciudadanos legítimos debe ser condenado independientemente de donde se presentan, a ojos de las izquierdas latinoamericanas instar en público a la democratización de Cuba es hacerles el juego a aquellos que consideran equivocadamente que la “solución” es derrocar al régimen del poder.
Así, la pregunta que suscita la crítica situación económica, social y política que se presenta allí es si es posible denunciar, por un lado, los efectos nefastos que está teniendo el embargo estadounidense y presionar a Washington a que levante al menos aquellas sanciones que más afectación humanitaria están causando y, por el otro, mantener la interlocución amistosa con Díaz-Canel sin caer en la trampa de defender prácticas claramente autoritarias.