Los “papeles Monsanto”, hechos públicos a raíz de las primeras demandas (que suman más de 9.000) interpuestas en Estados Unidos por víctimas de cáncer de linfoma no Hodgkin, revelan bastante sobre el “modelo de negocios” del fabricante del herbicida Roundup, cuyo ingrediente activo es el glifosato. Entre las prácticas más indignas de la que hoy es la empresa agrícola más grande del mundo —luego de la absorción de Monsanto por Bayer— se destacan la renuencia a realizar pruebas de toxicidad de sus productos en terreno, la cancelación de pruebas que arrojan resultados dañinos para la salud humana, la difamación de toda investigación científica que los comprueba y la elaboración de análisis “independientes” favorables como autor fantasma.
Si bien los “papeles” demuestran que Monsanto nunca examinó la relación entre el Roundup y el cáncer y las malformaciones congénitas, hay unos mil estudios —entre ellos el de síntesis de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer de la OMS y dos muy recientes de la Universidad de Washington y el IZA Institute of Labor Economics— que demuestran que tanto el glifosato como sus formulaciones son probablemente cancerígenos y a ciencia cierta genotóxicos. Además del cáncer, se han establecido vínculos entre el herbicida y varios otros problemas graves de salud, inclusive para quienes no entran en contacto directo con ellos.
En el debate sobre la reanudación de la aspersión en Colombia —que involucra a las 120.000 familias cultivadoras, más los habitantes de las zonas cocaleras— la evidencia empírica sobra para invocar el principio de precaución, un eje rector del derecho internacional y nacional en la toma de decisiones sobre salud pública y medio ambiente, que busca orientar las políticas públicas en contextos de incertidumbre científica con miras a proteger a las personas, especialmente la niñez, y la naturaleza de los efectos dañinos de determinadas acciones. Como si eso fuera poco, está demostrado que la fumigación con glifosato no es eficiente ni efectiva a mediano ni largo plazo. No solo hay que fumigar hasta 30 hectáreas de coca para erradicar tan solo una, sino que las tasas de resiembra de las hectáreas erradicadas a la fuerza, en lugar de voluntariamente y en negociación con los cultivadores, son 30 veces mayores. Ni hablar de los efectos sociales, políticos y de seguridad, de (re)criminalizar al campesinado colombiano y de distanciarlo aún más del Estado.
No hay duda de que la explosión de la coca en los últimos años plantea serios desafíos, así como presiones externas, sobre todo de Estados Unidos. Sin embargo, atacar el eslabón más débil de la cadena de producción con herbicida no arregla el problema del narcotráfico y, peor aún, mata, literal y figurativamente, a las poblaciones afectadas y sus generaciones futuras, así como a las perspectivas (aún lejanas) de la paz. La falta de visión del gobierno Duque para acoger alternativas mejores y más duraderas —y las hay, dentro y fuera de Colombia— y el afán miope por cosechar los réditos de una nueva “guerra contra las drogas” —para la cual Washington alista su bolsillo— tan solo se compara con su pequeñez frente a la justicia transicional.
Los “papeles Monsanto”, hechos públicos a raíz de las primeras demandas (que suman más de 9.000) interpuestas en Estados Unidos por víctimas de cáncer de linfoma no Hodgkin, revelan bastante sobre el “modelo de negocios” del fabricante del herbicida Roundup, cuyo ingrediente activo es el glifosato. Entre las prácticas más indignas de la que hoy es la empresa agrícola más grande del mundo —luego de la absorción de Monsanto por Bayer— se destacan la renuencia a realizar pruebas de toxicidad de sus productos en terreno, la cancelación de pruebas que arrojan resultados dañinos para la salud humana, la difamación de toda investigación científica que los comprueba y la elaboración de análisis “independientes” favorables como autor fantasma.
Si bien los “papeles” demuestran que Monsanto nunca examinó la relación entre el Roundup y el cáncer y las malformaciones congénitas, hay unos mil estudios —entre ellos el de síntesis de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer de la OMS y dos muy recientes de la Universidad de Washington y el IZA Institute of Labor Economics— que demuestran que tanto el glifosato como sus formulaciones son probablemente cancerígenos y a ciencia cierta genotóxicos. Además del cáncer, se han establecido vínculos entre el herbicida y varios otros problemas graves de salud, inclusive para quienes no entran en contacto directo con ellos.
En el debate sobre la reanudación de la aspersión en Colombia —que involucra a las 120.000 familias cultivadoras, más los habitantes de las zonas cocaleras— la evidencia empírica sobra para invocar el principio de precaución, un eje rector del derecho internacional y nacional en la toma de decisiones sobre salud pública y medio ambiente, que busca orientar las políticas públicas en contextos de incertidumbre científica con miras a proteger a las personas, especialmente la niñez, y la naturaleza de los efectos dañinos de determinadas acciones. Como si eso fuera poco, está demostrado que la fumigación con glifosato no es eficiente ni efectiva a mediano ni largo plazo. No solo hay que fumigar hasta 30 hectáreas de coca para erradicar tan solo una, sino que las tasas de resiembra de las hectáreas erradicadas a la fuerza, en lugar de voluntariamente y en negociación con los cultivadores, son 30 veces mayores. Ni hablar de los efectos sociales, políticos y de seguridad, de (re)criminalizar al campesinado colombiano y de distanciarlo aún más del Estado.
No hay duda de que la explosión de la coca en los últimos años plantea serios desafíos, así como presiones externas, sobre todo de Estados Unidos. Sin embargo, atacar el eslabón más débil de la cadena de producción con herbicida no arregla el problema del narcotráfico y, peor aún, mata, literal y figurativamente, a las poblaciones afectadas y sus generaciones futuras, así como a las perspectivas (aún lejanas) de la paz. La falta de visión del gobierno Duque para acoger alternativas mejores y más duraderas —y las hay, dentro y fuera de Colombia— y el afán miope por cosechar los réditos de una nueva “guerra contra las drogas” —para la cual Washington alista su bolsillo— tan solo se compara con su pequeñez frente a la justicia transicional.