El problema de la OEA es Almagro

Arlene B. Tickner
26 de junio de 2019 - 03:00 a. m.
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Desde su creación, la Organización de Estados Americanos se ha debatido cíclicamente entre la inoperancia, la manipulación estadounidense y la incapacidad de construir consensos amplios entre sus 34 miembros heterogéneos. Así, también ha sido reiterada la discusión sobre la reinvención de la OEA o su reemplazo con otras instituciones más efectivas a la hora de promover los intereses colectivos de América Latina y el Caribe. La 49ª Asamblea General que se realiza en Medellín no es la excepción, ya que además de problemas acuciantes, como Venezuela y Nicaragua, se buscará trazar un camino para recuperar el multilateralismo perdido. Ante el desmoronamiento de la Celac como único otro organismo que agrupa a todos los Estados hemisféricos (excepto Estados Unidos) y la defunción de entes subregionales como Unasur, el vacío institucional y de liderazgo es palpable. Sin embargo, no es para nada claro que la OEA de hoy pueda ocupar ese espacio.

Si al secretario general anterior, José Miguel Insulza, se le criticó su ambigüedad ante la violación de los derechos humanos y la democracia, sobre todo en Venezuela, su ambición política y su incapacidad administrativa, Luis Almagro (el actual) ha hecho de la convicción propia, la extralimitación en el ejercicio de sus funciones y el doble estándar el centro de su gestión. Desde que llegó al organismo, Venezuela se ha convertido en propósito casi único. Con el tiempo, el loable intento por invocar allí la Carta Democrática, y ahora en Nicaragua, devino en una obsesión personal con Maduro —como se evidencia en sus constantes tuits sobre el “dictador” e “usurpador”—, que ha llevado a Almagro a cerrar las puertas al diálogo y defender la intervención militar, erosionando la dignidad de su cargo y minando la credibilidad de la OEA. Sobre todo en Venezuela, esta conducta contrasta con la de Michelle Bachelet, alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, quien en visita reciente a Caracas escuchó a todo el mundo, denunció las violaciones y la situación humanitaria, y negoció un acuerdo de monitoreo con Maduro. Al igual que con el diálogo promovido por Noruega entre el régimen chavista y la oposición, que Almagro tildó de “equivocado”, desestimó las gestiones de Bachelet, pese a que la estrategia del secretario general ha sido un claro fracaso.

La insistencia sobre Venezuela, y en menor medida Nicaragua —donde la OEA ha anotado mayores pero insuficientes logros—, contrasta con el apoyo de Almagro a que Evo Morales se lance a un cuarto período presidencial, pese al no del referendo boliviano de 2016; su felicitación a Iván Duque por defender la paz y la justicia en Colombia, desconociendo, como señala el movimiento ciudadano Defendamos la Paz, la grave situación del país y la inacción gubernamental en temas críticos, como la protección de líderes sociales y excombatientes, y su indiferencia ante la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras.

Sería injusto no reconocer que entidades como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la MAPP-OEA —que cumple 15 años de labores en nuestro país— han sacado la cara institucional. Empero, de seguir por el camino trazado por Almagro —cuya reelección es respaldada por Colombia y Estados Unidos—, la OEA corre el riesgo de agudizar las divisiones latinoamericanas y caribeñas y de volverse aún más irrelevante.

 

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