Desde que estalló el escándalo de Harvey Weinstein en Hollywood y la actriz Alyssa Milano invitó a quienes han sido víctimas del acoso sexual a reproducir el #MeToo y compartir sus historias, más de 12 millones de mujeres alrededor del mundo hemos participado en la campaña. Pese a la importancia de esta estrategia para crear conciencia sobre la dimensión epidémica y global del problema, su alcance transformativo puede ser bastante reducido.
Para el teórico Ernesto Laclau, todo proceso político está caracterizado por la formulación y articulación de demandas sociales mediante lo que el autor llama los significantes vacíos. Estos, definidos como “un significante sin significado”, agrupan un sinnúmero de reclamaciones diferentes con miras a construir discursos —hegemónicos o contrahegemónicos— que representan el interés común. Como ocurrió con el #Occupy, que articuló las demandas divergentes del 99 % excluido, #MeToo constituye un eslogan unificador que refleja la indignación y el dolor femeninos asociados con el acoso sexual. En ese sentido, actúa como un significante vacío globalizado en el que muchas voces disonantes encuentren lugar. Sin embargo, al asociarse básicamente con las mujeres, excluye facetas importantes del problema.
El debate público en torno al acoso y la violencia sexual, así como las estadísticas que lo suelen acompañar, se centran en las mujeres al tiempo que invisibilizan a los hombres como perpetradores (y como víctimas). Al poner el énfasis en la re-representación femenina del acoso, #MeToo prescinde similarmente de los hombres, con lo cual las concepciones y prácticas de la masculinidad y el patriarcado que permean la mayoría de las culturas del mundo quedan intactas. Esos mismos ideales, así como nuestras preconcepciones acerca de la sexualidad masculina y femenina, tienden a minimizar la victimización sexual de los hombres, cuya prevalencia (más allá de las cárceles) es mayor de lo que comúnmente creemos.
Más allá de lo anterior, el acoso es cuestión de poder. Su propósito es disminuir y hacer más vulnerables a mujeres y hombres mediante la invocación del sexo. La psicología social ha demostrado reiteradas veces cómo el poder reduce la capacidad humana de sentir empatía mientras que aumenta las conductas impulsivas y la disposición de violar los códigos éticos existentes. Empero, en contextos institucionales caracterizados por jerarquías marcadas de poder y autoridad, tales como la industria del entretenimiento, las fuerzas armadas, la iglesia y la academia, la tendencia a tolerar y normalizar abusos del poder como el acoso sexual es aún mayor. Para dar un solo ejemplo, dentro de las fuerzas militares este es un problema crónico en todo el mundo. Si bien los datos existentes son escasos, por el miedo a denunciar —inculcado por una cultura institucional que estigmatiza y castiga a las víctimas en pro de la sobrevivencia propia— el Departamento de Defensa de Estados Unidos estima que aproximadamente 11.000 hombres y 8.000 mujeres son acosados cada año. De forma similar, la participación de tropas multilaterales de la ONU en violaciones y tráfico de adultos y niños ha sido ampliamente documentada.
Mientras no retemos las prácticas y los sistemas sociales que han normalizado el abuso del poder y el acoso sexual, campañas como #MeToo difícilmente tendrán el efecto de cambio que muchos quisiéramos.
Desde que estalló el escándalo de Harvey Weinstein en Hollywood y la actriz Alyssa Milano invitó a quienes han sido víctimas del acoso sexual a reproducir el #MeToo y compartir sus historias, más de 12 millones de mujeres alrededor del mundo hemos participado en la campaña. Pese a la importancia de esta estrategia para crear conciencia sobre la dimensión epidémica y global del problema, su alcance transformativo puede ser bastante reducido.
Para el teórico Ernesto Laclau, todo proceso político está caracterizado por la formulación y articulación de demandas sociales mediante lo que el autor llama los significantes vacíos. Estos, definidos como “un significante sin significado”, agrupan un sinnúmero de reclamaciones diferentes con miras a construir discursos —hegemónicos o contrahegemónicos— que representan el interés común. Como ocurrió con el #Occupy, que articuló las demandas divergentes del 99 % excluido, #MeToo constituye un eslogan unificador que refleja la indignación y el dolor femeninos asociados con el acoso sexual. En ese sentido, actúa como un significante vacío globalizado en el que muchas voces disonantes encuentren lugar. Sin embargo, al asociarse básicamente con las mujeres, excluye facetas importantes del problema.
El debate público en torno al acoso y la violencia sexual, así como las estadísticas que lo suelen acompañar, se centran en las mujeres al tiempo que invisibilizan a los hombres como perpetradores (y como víctimas). Al poner el énfasis en la re-representación femenina del acoso, #MeToo prescinde similarmente de los hombres, con lo cual las concepciones y prácticas de la masculinidad y el patriarcado que permean la mayoría de las culturas del mundo quedan intactas. Esos mismos ideales, así como nuestras preconcepciones acerca de la sexualidad masculina y femenina, tienden a minimizar la victimización sexual de los hombres, cuya prevalencia (más allá de las cárceles) es mayor de lo que comúnmente creemos.
Más allá de lo anterior, el acoso es cuestión de poder. Su propósito es disminuir y hacer más vulnerables a mujeres y hombres mediante la invocación del sexo. La psicología social ha demostrado reiteradas veces cómo el poder reduce la capacidad humana de sentir empatía mientras que aumenta las conductas impulsivas y la disposición de violar los códigos éticos existentes. Empero, en contextos institucionales caracterizados por jerarquías marcadas de poder y autoridad, tales como la industria del entretenimiento, las fuerzas armadas, la iglesia y la academia, la tendencia a tolerar y normalizar abusos del poder como el acoso sexual es aún mayor. Para dar un solo ejemplo, dentro de las fuerzas militares este es un problema crónico en todo el mundo. Si bien los datos existentes son escasos, por el miedo a denunciar —inculcado por una cultura institucional que estigmatiza y castiga a las víctimas en pro de la sobrevivencia propia— el Departamento de Defensa de Estados Unidos estima que aproximadamente 11.000 hombres y 8.000 mujeres son acosados cada año. De forma similar, la participación de tropas multilaterales de la ONU en violaciones y tráfico de adultos y niños ha sido ampliamente documentada.
Mientras no retemos las prácticas y los sistemas sociales que han normalizado el abuso del poder y el acoso sexual, campañas como #MeToo difícilmente tendrán el efecto de cambio que muchos quisiéramos.