Ha pasado casi desapercibida una de las movilizaciones sociales más significativas de los últimos tiempos. A los alrededores de la reserva tribal de Standing Rock, en Dakota del Norte, han acudido más de 200 grupos nativo-americanos e indígenas de Estados Unidos, Canadá y América Latina, ambientalistas, defensores de derechos humanos y veteranos de guerra para respaldar a quienes se han autodenominado los “protectores del agua”.
Se trata de la batalla de una tribu de los sioux contra el tramo del oleoducto Dakota Access que pasaría por debajo del río Misuri, su única fuente de agua (y la de millones de estadounidenses) y afectaría sus tierras ancestrales. Como la de tantas otras comunidades nativas, esta historia está atravesada por el exterminio, la represión y la expulsión sistemática, en buena medida debido al mito de terra nullius, utilizado por los colonizadores de ayer y hoy para aducir que el territorio es “vacío” y sujeto de ocupación “legítima” por el hombre blanco, debido a que los indígenas no lo “poseen” ni lo “producen” en el sentido capitalista de la propiedad privada.
Desde la fiebre del oro del siglo 19 hasta las hidroeléctricas, la minería y la extracción del petróleo del 20 y 21, la violación de los acuerdos y el despojo se han vuelto un rasgo común de la interacción entre el Estado federal y los nativo-americanos. En el caso de los sioux, la definición de las zonas geográficas que ocuparía cada tribu (identificadas originalmente no como naciones extranjeras ni estados, pero tampoco como ciudadanas de la Unión) y las concesiones territoriales a los blancos se fijaron en los tratados de Fort Laramie de 1851 y 1868. Entre los símbolos más ofensivos de su violación –el alegato actual de los Standing Rock– se encuentra el imponente monumento “nacional” Mount Rushmore, ubicado en las sagradas Colinas Negras que habían sido cedidas a los sioux y que exhibe las cabezas esculpidas de cuatro ex presidentes estadounidenses.
Frente a una lucha que ha tenido como principio la no-violencia y mantra “el agua es vida”, las autoridades locales y la seguridad privada del oleoducto han respondido con perros, gases lacrimógenos, balas de caucho, cañones de agua, arrestos masivos y la representación de los “indios” como opositores salvajes al progreso y el “bien colectivo”. Tal narrativa colonial y racista invalida el derecho de los nativo-americanos a la soberanía, la tierra y la existencia, ya que en su visión de mundo la naturaleza no es algo que los humanos ocupan, sino un actor entre muchos (incluyendo las plantas, los animales y los ancestros) de la recreación permanente del cosmos.
En la batalla de Standing Rock –que anota un importante triunfo con el freno del oleoducto– se perfilan alianzas en medio de la diferencia cultural y modos alternativos de relacionarse con la “madre tierra” que en conjunto sugieren la lenta pero necesaria aparición de un contra-público frente a la mentalidad depredadora del capitalismo (pos)moderno.
Ha pasado casi desapercibida una de las movilizaciones sociales más significativas de los últimos tiempos. A los alrededores de la reserva tribal de Standing Rock, en Dakota del Norte, han acudido más de 200 grupos nativo-americanos e indígenas de Estados Unidos, Canadá y América Latina, ambientalistas, defensores de derechos humanos y veteranos de guerra para respaldar a quienes se han autodenominado los “protectores del agua”.
Se trata de la batalla de una tribu de los sioux contra el tramo del oleoducto Dakota Access que pasaría por debajo del río Misuri, su única fuente de agua (y la de millones de estadounidenses) y afectaría sus tierras ancestrales. Como la de tantas otras comunidades nativas, esta historia está atravesada por el exterminio, la represión y la expulsión sistemática, en buena medida debido al mito de terra nullius, utilizado por los colonizadores de ayer y hoy para aducir que el territorio es “vacío” y sujeto de ocupación “legítima” por el hombre blanco, debido a que los indígenas no lo “poseen” ni lo “producen” en el sentido capitalista de la propiedad privada.
Desde la fiebre del oro del siglo 19 hasta las hidroeléctricas, la minería y la extracción del petróleo del 20 y 21, la violación de los acuerdos y el despojo se han vuelto un rasgo común de la interacción entre el Estado federal y los nativo-americanos. En el caso de los sioux, la definición de las zonas geográficas que ocuparía cada tribu (identificadas originalmente no como naciones extranjeras ni estados, pero tampoco como ciudadanas de la Unión) y las concesiones territoriales a los blancos se fijaron en los tratados de Fort Laramie de 1851 y 1868. Entre los símbolos más ofensivos de su violación –el alegato actual de los Standing Rock– se encuentra el imponente monumento “nacional” Mount Rushmore, ubicado en las sagradas Colinas Negras que habían sido cedidas a los sioux y que exhibe las cabezas esculpidas de cuatro ex presidentes estadounidenses.
Frente a una lucha que ha tenido como principio la no-violencia y mantra “el agua es vida”, las autoridades locales y la seguridad privada del oleoducto han respondido con perros, gases lacrimógenos, balas de caucho, cañones de agua, arrestos masivos y la representación de los “indios” como opositores salvajes al progreso y el “bien colectivo”. Tal narrativa colonial y racista invalida el derecho de los nativo-americanos a la soberanía, la tierra y la existencia, ya que en su visión de mundo la naturaleza no es algo que los humanos ocupan, sino un actor entre muchos (incluyendo las plantas, los animales y los ancestros) de la recreación permanente del cosmos.
En la batalla de Standing Rock –que anota un importante triunfo con el freno del oleoducto– se perfilan alianzas en medio de la diferencia cultural y modos alternativos de relacionarse con la “madre tierra” que en conjunto sugieren la lenta pero necesaria aparición de un contra-público frente a la mentalidad depredadora del capitalismo (pos)moderno.