En lugares tan distintos como Colombia, Corea del Sur, Ecuador, España, Francia y Sudáfrica, protestas sociales inicialmente pacíficas han terminado en violencia. Cuando la protesta ¬un derecho sagrado empleado globalmente en las luchas contra la injusticia, el racismo, el mal gobierno, el autoritarismo, la explotación ambiental y la violencia de género, entre otros– se torna violenta, frecuentemente es representada como algo “peligrosa”, confirmando la necesidad de suprimirla. Los actos de vandalismo, saqueo y bloqueo del espacio público que por lo general acompañan la mal llamada “radicalización”, tienden a reforzar dicho encuadre, invisibilizando de paso las fuentes legítimas de descontento que crecientemente llevan a las personas a protestar.
Dejando a un lado el comprobado vínculo entre la represión estatal y la conversión de las manifestaciones pacíficas en violentas, el meollo del asunto está en las palabras con las que la protesta suele ser representada y construida como fenómeno social. En años recientes el mundo ha sido testigo de la securitización generalizada de esta por parte de los representantes del estado. La securitización es un proceso discursivo mediante el cual “algo” es convertido en problema de seguridad. En el caso de la protesta social, su encuadre como práctica criminal, desestabilizador y hasta terrorista ha permitido definirla como una amenaza para el estado y la sociedad. Aunque las palabras como tales son insuficientes para que la securitización sea exitosa, cuando la población general acoge tal discurso –que no siempre ocurre– esto posibilita la adopción de medidas extraordinarias para hacer frente a la amenaza. De allí que en casos como el colombiano, se han invocado a actores “infiltrados” como las Farc y Maduro, cuya resonancia con lecturas ya existentes de la realidad (en especial la “amenaza castro-chavista”) permite movilizar a la opinión pública.
En América Latina –cuya situación es generalizable a muchos otros países alrededor del globo¬ la securitización de la protesta ha legitimado tácticas tales como la criminalización, la brutalidad policial (y a veces militar), el uso indiscriminado de armas “menos letales” como las balas de caucho (responsables de la ceguera de cientos de personas), los arrestos arbitrarios y masivos, los ataques a periodistas, la adopción de estados de excepción y de leyes antiterroristas que cobijan acciones realizadas durante cualquier manifestación y la infiltración de policías sin uniforme. La securitización también fija un límite problemático entre lo legal/ilegal, con lo cual la compleja y borrosa distinción entre “manifestantes” que ejercen legítimamente sus derechos, e “infiltrados” y “vándalos” que atentan contra el orden público se vuelve difícil de manejar.
Lamentablemente La estigmatización de la protesta siempre será una tentación, sobre todo en contextos de debilidad institucional, impopularidad gubernamental o descontento social, ya que ofrece la oportunidad definir a esta como un asunto de seguridad y actuar por fuera de los espacios “normales” de la política bajo el pretexto de preservar el orden. Sin embargo, como sugieren casos como Hong Kong, y ahora Ecuador, la excesiva violencia policial, entre otras medidas excepcionales que legitima la securitización, pueden provocar más indignación que apoyo ciudadano, y así engendrar nuevos espirales de violencia. Más que los supuestos peligros de la “infiltración”, el desafío principal para la protesta social no violenta es cómo salirse de este juego de palabras.
En lugares tan distintos como Colombia, Corea del Sur, Ecuador, España, Francia y Sudáfrica, protestas sociales inicialmente pacíficas han terminado en violencia. Cuando la protesta ¬un derecho sagrado empleado globalmente en las luchas contra la injusticia, el racismo, el mal gobierno, el autoritarismo, la explotación ambiental y la violencia de género, entre otros– se torna violenta, frecuentemente es representada como algo “peligrosa”, confirmando la necesidad de suprimirla. Los actos de vandalismo, saqueo y bloqueo del espacio público que por lo general acompañan la mal llamada “radicalización”, tienden a reforzar dicho encuadre, invisibilizando de paso las fuentes legítimas de descontento que crecientemente llevan a las personas a protestar.
Dejando a un lado el comprobado vínculo entre la represión estatal y la conversión de las manifestaciones pacíficas en violentas, el meollo del asunto está en las palabras con las que la protesta suele ser representada y construida como fenómeno social. En años recientes el mundo ha sido testigo de la securitización generalizada de esta por parte de los representantes del estado. La securitización es un proceso discursivo mediante el cual “algo” es convertido en problema de seguridad. En el caso de la protesta social, su encuadre como práctica criminal, desestabilizador y hasta terrorista ha permitido definirla como una amenaza para el estado y la sociedad. Aunque las palabras como tales son insuficientes para que la securitización sea exitosa, cuando la población general acoge tal discurso –que no siempre ocurre– esto posibilita la adopción de medidas extraordinarias para hacer frente a la amenaza. De allí que en casos como el colombiano, se han invocado a actores “infiltrados” como las Farc y Maduro, cuya resonancia con lecturas ya existentes de la realidad (en especial la “amenaza castro-chavista”) permite movilizar a la opinión pública.
En América Latina –cuya situación es generalizable a muchos otros países alrededor del globo¬ la securitización de la protesta ha legitimado tácticas tales como la criminalización, la brutalidad policial (y a veces militar), el uso indiscriminado de armas “menos letales” como las balas de caucho (responsables de la ceguera de cientos de personas), los arrestos arbitrarios y masivos, los ataques a periodistas, la adopción de estados de excepción y de leyes antiterroristas que cobijan acciones realizadas durante cualquier manifestación y la infiltración de policías sin uniforme. La securitización también fija un límite problemático entre lo legal/ilegal, con lo cual la compleja y borrosa distinción entre “manifestantes” que ejercen legítimamente sus derechos, e “infiltrados” y “vándalos” que atentan contra el orden público se vuelve difícil de manejar.
Lamentablemente La estigmatización de la protesta siempre será una tentación, sobre todo en contextos de debilidad institucional, impopularidad gubernamental o descontento social, ya que ofrece la oportunidad definir a esta como un asunto de seguridad y actuar por fuera de los espacios “normales” de la política bajo el pretexto de preservar el orden. Sin embargo, como sugieren casos como Hong Kong, y ahora Ecuador, la excesiva violencia policial, entre otras medidas excepcionales que legitima la securitización, pueden provocar más indignación que apoyo ciudadano, y así engendrar nuevos espirales de violencia. Más que los supuestos peligros de la “infiltración”, el desafío principal para la protesta social no violenta es cómo salirse de este juego de palabras.