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Durante la última década ha aparecido una avalancha de partidos de extrema derecha que se están convirtiendo en fuerza política mayoritaria a lo largo y ancho del territorio europeo. El caldo de cultivo que explica su fortalecimiento incluye la crisis financiera y el estancamiento económico, la desilusión con la Unión Europea, el influjo masivo de refugiados, los ataques terroristas y el resentimiento con las elites tradicionales (y sus partidos).
Pese a sus diferencias, el Partido de la Libertad (Holanda y Austria), el Frente Nacional (Francia), Alternativa para Alemania, Liga Norte (Italia), Jobbik (Hungría), Demócratas Suecos, el Partido Popular Danés, el Partido de la Independencia del Reino Unido y Amanecer Dorado (Grecia) comparten un discurso populista, anti-establecimiento, anti-Europa, proteccionista, anti-inmigrante e islamofóbico, así como una retórica “progresista” tomada del guion de la izquierda, en lo concerniente al Estado de bienestar y la protección de los derechos sociales de los trabajadores, pero también increíblemente, de las mujeres y en algunos casos, las comunidades judía y LGBT.
En las elecciones nacionales de este año en Holanda (marzo), Francia (abril y mayo) y Alemania (entre agosto y octubre) se pondrá a prueba la efectividad de esta estrategia, luego de que la ultraderecha en Austria perdiera sorpresivamente en la repetición de la contienda presidencial de diciembre pasado. Ahora, todos los ojos están puestos en Geert Wilders y el Partido de la Libertad (PVV) holandés, que probablemente se convierta en el más fuerte de ese país, sin que logre una mayoría ni pueda conformar un gobierno, dadas las complejidades del sistema electoral.
Por su parte, queda por verse si la actual favorita para llegar a la segunda vuelta en Francia, Marine le Pen del Frente Nacional, pueda dar una sorpresa similar a la de Donald Trump y ganar en aquella. Y en el caso alemán, aunque Ángela Merkel asegure la reelección por cuarta vez, Alternativa para Alemania (AfD), liderada por la joven y astuta Frauke Petry, ha venido sumando terreno político.
Aun cuando no alcance a tomar el poder, el efecto de esta ultraderecha recargada ya es palpable. Como lo ilustran países como Grecia y España, el voto declinante para los partidos tradicionales y creciente para los populistas ha tenido el efecto de fragmentar los sistemas políticos, haciendo difícil la formación de coaliciones y la gobernabilidad.
Mediante sus números crecientes en las legislaturas nacionales y la administración local también está imprimiendo al debate político en Europa un nuevo “norte”, tal y como se observa en múltiples reformas a la ley migratoria y la prohibición del burkini en las playas francesas o de los velos que cubren la cara en espacios públicos de Holanda, Bélgica, Austria y Francia.
Por último, al apelar simultánea y hábilmente al descontento general, el miedo frente a lo diferente y la nostalgia de un pasado que nunca volverá en un mundo globalizado, que supuestamente está siendo carcomido por los migrantes musulmanes, la nueva derecha se ha ido posicionando, no sin éxito, como el verdadero defensor de la identidad, las libertades y los valores (seculares) de Occidente, con incalculables consecuencias internacionales a futuro.