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La declaración del Grupo de Lima sobre la legitimidad del nuevo mandato de Nicolás Maduro es la posición regional más dura hasta ahora. Sin embargo, falta apoyo de más actores. Análisis.
La crisis democrática, humanitaria, económica, social y de seguridad en Venezuela llama a gritos a ser atendida, pero su complejidad plantea un aparente callejón sin salida.
El desconocimiento reciente de los gobiernos miembros del Grupo de Lima (con excepción de Andrés Manuel López Obrador, AMLO, en México) a la legitimidad del nuevo período presidencial de Nicolás Maduro y la advertencia de que el estado de las relaciones diplomáticas con el país vecino será revaluado, entre otras medidas, constituye la posición colectiva más dura adoptada hasta ahora por algunos países de América Latina y el Caribe.
Pese a ello, el régimen venezolano se viene preparando para el aislamiento internacional desde las elecciones fraudulentas del 20 de mayo de 2018. A la fecha, unos 47 estados han desconocido los resultados de éstas y algunos han retirado sus embajadores y funcionarios de Caracas.
Mientras la asesoría cubana ha sido clave para manipular en el exterior la imagen de un chavismo asediado por el imperialismo “yanqui” y para controlar el creciente caos interior, el apoyo de Rusia y China ha permitido a Maduro mantenerse con oxígeno presupuestal, pese a las sanciones selectivas impuestas por Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Suiza y Panamá, y la reducción dramática en la producción de petróleo. Además cuenta con el respaldo de los militares, el músculo del servicio de inteligencia y la lealtad de un sorprendente 20 % de la población.
Aunque el contexto descrito, junto con la incapacidad de la oposición para construir posiciones unificadas, ha llevado a algunos a considerar que una intervención extranjera o un golpe militar son las únicas salidas, ambas serían políticamente condenables y también desastrosas, ya que podrían agravar la situación.
De allí que hay un solo camino posible, que es la búsqueda de condiciones propicias para negociar el retorno a la democracia y el Estado de derecho mediante una “diplomacia inteligente”.
Hace algunos años entró en boga el concepto del “poder inteligente”, descrito por el internacionalista Joseph Nye como una combinación del poder coercitivo (duro) y el poder persuasivo (blando).
Justamente, la crisis venezolana exige tanto medidas duras como blandas si el rol regional y mundial ha de ser constructivo.
Un reporte reciente del centro de pensamiento de la Oficina en Washington para Latinoamérica (WOLA), que señala la necesidad de aplicar dosis proporcionales de presión e interlocución con Venezuela, ofrece pistas en esta dirección. Si bien desconocer la legitimidad del régimen es un gesto indispensable, la ruptura de relaciones diplomáticas obstruiría la necesaria comunicación con éste.
Aunque las sanciones económicas deben mantenerse, no podrán ser vistas como agravantes humanitarios y debe existir voluntad de levantarlas de cumplirse ciertas condiciones. Cuanto más se internacionalice la discusión sobre Venezuela, mejor, pero por razones obvias Estados Unidos tiene que mantenerse al margen, mientras que China y Rusia requieren garantías de que sus deudas pendientes se respetarán en cualquier escenario de transición.
Además de llevar la discusión a la ONU (y no solo la OEA), deben apoyarse los esfuerzos de interlocutores creíbles, como México, Uruguay, República Dominicana y la Unión Europea. Desde el lente de la “diplomacia inteligente” y más allá de las estrategias específicas que exige la delicada relación de Colombia con Venezuela, los dos errores cardinales que ha cometido el presidente Iván Duque son querer protagonizar (sin éxito) una ruptura diplomática colectiva y verse sintonizado con Washington en sus posiciones frente al vecino país.