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La internacionalización vertiginosa de la crisis venezolana, que algunos describen de forma simplista como una guerra fría “tropical”, ha provocado reacciones distintas acerca de la legalidad y deseabilidad de la participación mundial. Sin embargo, la ideologización del debate ha hecho perder de vista el problema de fondo, que es la pérdida de legitimidad del poder ejecutivo en Venezuela y la voluntad de cambio manifiesta en las calles.
Pocos refutan que las elecciones celebradas en 2015 para la Asamblea Nacional fueron las últimas “plenamente” democráticas y libres que, como respuesta al triunfo de la oposición Maduro, aumentaron el control sobre el Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral y crearon un poder ciudadano (constituyente) paralelo, y que la reelección del mandatario fue irregular, si no fraudulenta. Sin embargo, voceros importantes de la izquierda latinoamericana y global tildan la designación de Juan Guaidó como presidente interino —por parte de la única institución legítima y con base en la Constitución Bolivariana— de “golpe de Estado” y responsabilizan principalmente a la guerra económica capitalista en contra de Maduro por la crisis económica y humanitaria que atraviesa Venezuela, pese a que las compras de petróleo del “imperio del norte” representan hasta el 80 % de los ingresos del régimen. Además de atribuir sin evidencia alguna el fracaso del socialismo del siglo XXI a actores distintos al chavismo, la condena justificada de la injerencia de Estados Unidos entre este mismo sector va anclada a una defensa cuestionable de Maduro.
Si el caso de Venezuela ha puesto a prueba la izquierda, no es menos retador de las (falsas) narrativas de la derecha. El que Trump y Bolsonaro —misóginos, racistas, homófobos y defensores de la tortura— figuren entre los grandes protagonistas de la restauración de la democracia y los derechos humanos es terrorífico, al igual que el enviado especial estadounidense, Elliot Abrams, defensor reconocido de las dictaduras centroamericanas, y el asesor de seguridad nacional, John Bolton, quien manifiesta abiertamente su deseo de forzar un cambio de régimen en la “troika de la tiranía” (Venezuela, Nicaragua y Cuba). El reconocimiento a Guaidó —quien es de derecha, pero pretende aglomerar inquietudes políticas diversas en su actual rol— no tendría por qué anular toda sensibilidad ante los riesgos de una mayor intromisión estadounidense, algo que saben bien países europeos como España, Francia y Alemania, pero es precisamente lo que ha ocurrido con el Grupo de Lima.
Desde hace rato, el conflicto en Venezuela dejó de ser entre izquierda y derecha, y se convirtió en una legítima búsqueda de condiciones de vida dignas, y retorno al estado de derecho y la democracia. Abandonar el prisma ideológico ayudaría a reconocer que el régimen es responsable de la violación de los derechos civiles y humanos de amplios sectores de la población, incluyendo los más vulnerables, y del éxodo de hasta 3,3 millones de venezolanos; pero también que Maduro todavía controla las instituciones y las armas, y dispone de hasta 1,5 millones de milicianos dispuestos a defender el “proyecto chavista”, que un golpe militar podría llevar a escenarios aún menos democráticos y más violentos, que Estados Unidos debe apartarse, so riesgo de empeorar todo, y que, quiéranlo o no Guaidó y el Grupo de Lima, no hay camino distinto al diálogo y la negociación.