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Mario Vargas Llosa publicó el domingo pasado su última columna, “Piedra de toque”, en El País de España, diario al que estuvo vinculado desde diciembre de 1990. Unos meses antes había lanzado una novela, Te dedico mi silencio, junto con el anuncio que con ella terminaba su carrera como autor de obras de ficción, carrera que había comenzado en los años sesenta con la publicación de La ciudad y los perros y La casa verde. También informó que dejaría de escribir después de dar a conocer un ensayo sobre Sartre, su gran influencia de juventud.
Desde hace varios meses, debido al peso de su edad –visible en sus intervenciones públicas recientes–, distintos comentaristas ya anticipaban el fin de la parábola literaria de este autor de más de 40 libros, miembro principal del famoso boom latinoamericano, ganador del premio Nobel y el premio Cervantes y reconocido intelectual público en todo el mundo.
La novela Te dedico mi silencio, dedicada a Patricia, su segunda esposa, la madre de sus hijos, no es, para nada, la mejor de su carrera, pero no deja de tener aspectos interesantes. En ella, Vargas Llosa vuelve a los temas de su país, ya no a sus problemas políticos y económicos, sino al vals peruano, con el que seguramente evoca, desde la cima de sus años, las nostalgias y vivencias de su adolescencia en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Allí el novelista registra varios capítulos de la historia de este género; se pasea por la vida y obra de artistas como Pinglo Alva y la famosa Chabuca Granda y dedica varias páginas a obras célebres como Ódiame, aquella que dice: “el rencor hiere menos que el olvido”.
Su personaje, Toño Azpilcueta, es un aspirante a intelectual que escribe un libro disparatado en el que plantea que esta música, surgida de los callejones de Lima, tiene la capacidad de unir las razas y clases sociales de su país, pues refleja profundamente elementos centrales de la peruanidad. Según Azpilcueta, el vals peruano es una expresión de la huachafería, un término que, según el DRAE, no es más que la cursilería. Según otros diccionarios, el huachafo es alguien que presume de elegante o de pertenecer a una clase social más alta que la suya. Esto es, un arribista. “Para ser bueno –dice Azpilcueta–, un vals criollo debe ser huachafo”, y “una mínima dosis de huachafería es indispensable para entender un vals criollo y disfrutar de él”.
Esta novela de Vargas Llosa, en realidad, es el registro, tal vez un poco huachafo, de un mundo que, poco a poco, está desapareciendo. Y de ese mundo deja constancia un autor en el momento en el que se despide de sus lectores. Es posible, además, que la emotiva evocación de la música tradicional del Perú por parte de un célebre octogenario poco o nada les diga a los miembros de las nuevas generaciones, aquellos han crecido escuchando ritmos y canciones de todas partes del mundo y en todos los idiomas en Spotify y en otras redes sociales.
De todas formas, para quienes seguimos libro a libro y artículo tras artículo la trayectoria de Vargas Llosa durante varias décadas, el final de su carrera dejará un vacío; parecido al que dejaron en su momento Philip Roth y García Márquez cuando anunciaron que dejaban de escribir. Como es inevitable, algunos de sus libros caerán en el olvido, precedidos, tal vez, por su novela sobre el vals peruano.