Daron Acemoglu y James Robinson afirman en su último libro, The Narrow Corridor, que “el Estado colombiano (...) nunca ha estado interesado en la construcción de carreteras”, hasta el punto de que “algunas capitales de departamentos no están conectadas con el resto del país, salvo por la vía aérea”.
Para ilustrar su tesis, resumen la complicada historia de la carretera entre Pasto y Mocoa, clave para la frontera sur. Repasan los intentos vanos de Rafael Reyes por construir esta obra y los avances realizados por los padres capuchinos, con el trabajo forzado de los indígenas, y concluyen con la situación de hoy, después de varias iniciativas fallidas, cuando aún no existe una vía moderna que conecte el Putumayo con el resto del país.
Cualquier observador podría agregar muchos otros casos semejantes, entre ellos las troncales inconclusas de dobles calzadas que necesita el país. El proyecto de una doble calzada que una a Bogotá con la costa Caribe, por ejemplo, comenzó en noviembre de 1997 con el desastrado contrato de Commsa. Hoy, más de 20 años después, con las dificultades de la Ruta del Sol, esta obra no ha avanzado ni el 40 % y algunos de sus tramos enfrentan un futuro incierto. En el mejor de los casos, si se resuelven a tiempo las dificultades existentes, el país solo contará con esa troncal después del año 2030. Y una historia parecida se puede contar sobre otras dobles calzadas, como la de Bogotá a Medellín o la de Bogotá a Buenaventura.
Acemoglu y Robinson señalan, con razón, que el resultado de la carencia de carreteras es una sociedad fragmentada en zonas inconexas. Con regiones separadas por cordilleras, ríos y valles, se forma una economía desintegrada, con altos costos de transporte, baja productividad y escasas economías de escala. Los consecuentes altos costos de transporte restan competitividad a las exportaciones y encarecen las importaciones.
Las fallas de los gobiernos en materia de carreteras son bien conocidas. Fueron diagnosticadas, por lo menos desde 1950, por el profesor Currie: mala realización del presupuesto, dispersión y atomización de recursos, estudios y diseños defectuosos, deficiente contratación, y peor ejecución y control. Aunque con frecuencia no han existido suficientes recursos, en la mayoría de los casos la falta de plata no ha sido el principal problema.
Sin embargo, la explicación de Acemoglu y Robinson a esta situación es debatible. Ellos piensan que una sociedad fragmentada, concentrada en sus asuntos locales, parroquiales, es conveniente para el Estado colombiano, pues le facilita el control: “Unos cuantos subsidios aquí, unas compras de panela allá y el genio se devuelve a la botella”. El “genio” es, en su historia, la movilización de los ciudadanos.
Las fallas del Estado no se han dado a propósito. Los gobiernos sí han tratado de mejorar la infraestructura, pero sus esfuerzos se han visto frustrados por el clientelismo, la mala planeación, la corrupción y diversos flagelos que también afectan a otros segmentos del sector público. A pesar de todo esto, fruto del trabajo de algunos equipos bien preparados y ciertas reformas bien concebidas, la infraestructura ha mejorado, aunque demasiado despacio y en forma insuficiente. Es necesario redoblar los esfuerzos para corregir los defectos que impiden la acelerada modernización de las vías de transporte.
Daron Acemoglu y James Robinson afirman en su último libro, The Narrow Corridor, que “el Estado colombiano (...) nunca ha estado interesado en la construcción de carreteras”, hasta el punto de que “algunas capitales de departamentos no están conectadas con el resto del país, salvo por la vía aérea”.
Para ilustrar su tesis, resumen la complicada historia de la carretera entre Pasto y Mocoa, clave para la frontera sur. Repasan los intentos vanos de Rafael Reyes por construir esta obra y los avances realizados por los padres capuchinos, con el trabajo forzado de los indígenas, y concluyen con la situación de hoy, después de varias iniciativas fallidas, cuando aún no existe una vía moderna que conecte el Putumayo con el resto del país.
Cualquier observador podría agregar muchos otros casos semejantes, entre ellos las troncales inconclusas de dobles calzadas que necesita el país. El proyecto de una doble calzada que una a Bogotá con la costa Caribe, por ejemplo, comenzó en noviembre de 1997 con el desastrado contrato de Commsa. Hoy, más de 20 años después, con las dificultades de la Ruta del Sol, esta obra no ha avanzado ni el 40 % y algunos de sus tramos enfrentan un futuro incierto. En el mejor de los casos, si se resuelven a tiempo las dificultades existentes, el país solo contará con esa troncal después del año 2030. Y una historia parecida se puede contar sobre otras dobles calzadas, como la de Bogotá a Medellín o la de Bogotá a Buenaventura.
Acemoglu y Robinson señalan, con razón, que el resultado de la carencia de carreteras es una sociedad fragmentada en zonas inconexas. Con regiones separadas por cordilleras, ríos y valles, se forma una economía desintegrada, con altos costos de transporte, baja productividad y escasas economías de escala. Los consecuentes altos costos de transporte restan competitividad a las exportaciones y encarecen las importaciones.
Las fallas de los gobiernos en materia de carreteras son bien conocidas. Fueron diagnosticadas, por lo menos desde 1950, por el profesor Currie: mala realización del presupuesto, dispersión y atomización de recursos, estudios y diseños defectuosos, deficiente contratación, y peor ejecución y control. Aunque con frecuencia no han existido suficientes recursos, en la mayoría de los casos la falta de plata no ha sido el principal problema.
Sin embargo, la explicación de Acemoglu y Robinson a esta situación es debatible. Ellos piensan que una sociedad fragmentada, concentrada en sus asuntos locales, parroquiales, es conveniente para el Estado colombiano, pues le facilita el control: “Unos cuantos subsidios aquí, unas compras de panela allá y el genio se devuelve a la botella”. El “genio” es, en su historia, la movilización de los ciudadanos.
Las fallas del Estado no se han dado a propósito. Los gobiernos sí han tratado de mejorar la infraestructura, pero sus esfuerzos se han visto frustrados por el clientelismo, la mala planeación, la corrupción y diversos flagelos que también afectan a otros segmentos del sector público. A pesar de todo esto, fruto del trabajo de algunos equipos bien preparados y ciertas reformas bien concebidas, la infraestructura ha mejorado, aunque demasiado despacio y en forma insuficiente. Es necesario redoblar los esfuerzos para corregir los defectos que impiden la acelerada modernización de las vías de transporte.