La reforma laboral que avanza en el Congreso tendrá un elevadísimo costo fiscal que podría ser, en el largo plazo, del orden del 1,6 % del PIB, equivalente a dos reformas tributarias típicas, de acuerdo con los estudios de la reconocida economista Cristina Fernández, experta en los mercados de trabajo.
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La reforma laboral que avanza en el Congreso tendrá un elevadísimo costo fiscal que podría ser, en el largo plazo, del orden del 1,6 % del PIB, equivalente a dos reformas tributarias típicas, de acuerdo con los estudios de la reconocida economista Cristina Fernández, experta en los mercados de trabajo.
El mayor costo fiscal se origina en el hecho de que los distintos componentes de la reforma –las mayores erogaciones por la contratación de aprendices, horas extras, horarios y contratos a término fijo, entre otros– elevan los costos laborales de las empresas, los mismos que pueden deducirse del ingreso gravable y que, por lo tanto, rebajan el monto a pagar del impuesto de renta. El Gobierno, en otras palabras, cubre una parte de los costos de la reforma.
Pero, además, la reforma es inequitativa: es menos onerosa para las grandes firmas, que deducen los mayores costos, mientras que las pequeñas empresas formales, por no tener acceso a esas deducciones tributarias, deben asumir todo el peso de la iniciativa del Gobierno.
A la luz de esta evidencia, es sorprendente que el Gobierno y los ponentes hayan señalado que la reforma laboral no tiene costos fiscales; que hayan ignorado los estudios que dicen lo contrario y también se hayan pasado por la faja las normas legales.
Al respecto, el trámite de esta reforma no ha cumplido con lo previsto en el artículo 8º de la ley 819 de 2003, la ley de sostenibilidad fiscal, que ordena que: (i) la exposición de motivos y las ponencias de trámite de los proyectos de ley deben incluir el cálculo del costo fiscal de las iniciativas y, para compensar el impacto fiscal que existiera, señalar la fuente de ingreso adicional; (ii) en el caso de proyectos originados en el Gobierno –como la reforma laboral que comentamos–, que induzcan una disminución de los ingresos, la norma estipula que el ministerio de Hacienda deberá cuantificar el impacto fiscal y tramitar la aprobación de una fuente de recursos que sustituya los ingresos perdidos.
Es claro que puede existir un conflicto de interés para el Ministerio de Hacienda al examinar el impacto fiscal de una reforma propuesta e impulsada por el propio Gobierno. De alguna manera, dicho ministerio es juez y parte en este asunto. Es evidente que carece de toda la libertad para examinar y revelar todos los problemas y costos que señalan sus estudios técnicos. Es posible que, a causa de este conflicto, los análisis del impacto fiscal de leyes como la de salud y la pensional hubieran manifestado una cierta ligereza, ambigüedad y falta de profundidad.
Por esta razón, el necesario y obligado análisis del impacto fiscal de todas las leyes, especialmente las que tienen origen en el propio Gobierno, debería estar a cargo de una entidad independiente, como el Comité Autónomo de la Regla Fiscal, CARF. Esta es una función que cumplen en otros países los consejos fiscales o las oficinas presupuestales independientes de los congresos.
En cualquier caso, si esta reforma, con un altísimo costo fiscal, es aprobada y, a pesar de los problemas señalados, pasa el examen de constitucionalidad, se sumará a otras iniciativas como la reforma a las pensiones y las transferencias a los entes territoriales, y contribuirá al creciente desbalance de las finanzas públicas y a las amenazas que crecen sobre la sostenibilidad fiscal del país.