Eliminar la Comisión Interparlamentaria de Crédito
Con buenas razones, desde hace varios años se ha propuesto la eliminación de la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público, un organismo involucrado en varios escándalos de corrupción. Dos argumentos justifican esta iniciativa: su inutilidad en materia económica y financiera, y la presión que ejercen sus miembros para lograr mermelada a cambio de sus vistos buenos.
En primer lugar, la Comisión Interparlamentaria no es necesaria para que el Congreso cumpla con sus responsabilidades constitucionales respecto al crédito público. Su existencia es un rezago de épocas pretéritas, cuando el gobierno no se financiaba en el mercado interno por medio de bonos y gran parte del endeudamiento estaba constituido por créditos de país a país y de entidades multilaterales. En esas condiciones tenía sentido que una comisión del Congreso les diera su aprobación, uno por uno, a los préstamos del BID, el Banco Mundial o los bancos de los principales países. Al estudiar estas operaciones, el Congreso vigilaba la financiación del déficit fiscal y el endeudamiento público.
Desde hace décadas, una parte importante de las operaciones de endeudamiento público ya no pasa por la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público. El monto de las colocaciones de los TES en el mercado doméstico, que financia buena parte del déficit del gobierno, se aprueba junto con el presupuesto anual.
Por otra parte, el Congreso cuenta con otros instrumentos generales para vigilar la totalidad del endeudamiento público. Aprueba el cupo de endeudamiento externo, donde se incluyen los créditos que pasan por la Comisión interparlamentaria. Y, además, las normas de sostenibilidad fiscal, entre ellas, el marco fiscal de mediano plazo y la regla fiscal, imponen un techo al endeudamiento total del gobierno, cuyo cumplimiento debe ser vigilado por el Congreso. Con estos instrumentos ya no hay ninguna razón para que la Comisión apruebe, una a una, solo algunas operaciones de crédito público. En cambio, la injerencia de un puñado de congresistas en la aprobación de los créditos externos, importantes para la financiación del gobierno, se presta para que, en medio del sigilo, lo extorsionen, pues solo dan sus aprobaciones a cambio de grandes cantidades de mermelada. Aunque esta práctica se hizo pública por el reciente escándalo de la Unidad de Gestión de Riesgos, su ocurrencia es antigua. Y, por esa misma razón, desde hace tiempo se ha recomendado la abolición de esta Comisión. En 2007, por ejemplo, la Comisión Independiente del Gasto, presidida por el exministro Rodrigo Botero, propuso su eliminación.
Algunos dirán que mientras exista tanta corrupción en el Congreso, abolir la Comisión Interparlamentaria no corrige el problema de fondo, pues equivale simplemente a “vender el sofá” en ciertos casos de infidelidad. Aun cuando se acepte que de esta forma no se elimina el origen de la corrupción, se podría pensar, sin embargo, que, si la “ocasión hace al ladrón”, al desaparecer la Comisión y el consecuente tráfico de mermelada, al menos dejarían de existir muchas oportunidades para la repartición de coimas, la cual, en forma continua, se ha dado desde hace mucho tiempo.
En la anunciada Ley de financiamiento el Gobierno debería proponer la eliminación de la Comisión interparlamentaria de Crédito Público.
Con buenas razones, desde hace varios años se ha propuesto la eliminación de la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público, un organismo involucrado en varios escándalos de corrupción. Dos argumentos justifican esta iniciativa: su inutilidad en materia económica y financiera, y la presión que ejercen sus miembros para lograr mermelada a cambio de sus vistos buenos.
En primer lugar, la Comisión Interparlamentaria no es necesaria para que el Congreso cumpla con sus responsabilidades constitucionales respecto al crédito público. Su existencia es un rezago de épocas pretéritas, cuando el gobierno no se financiaba en el mercado interno por medio de bonos y gran parte del endeudamiento estaba constituido por créditos de país a país y de entidades multilaterales. En esas condiciones tenía sentido que una comisión del Congreso les diera su aprobación, uno por uno, a los préstamos del BID, el Banco Mundial o los bancos de los principales países. Al estudiar estas operaciones, el Congreso vigilaba la financiación del déficit fiscal y el endeudamiento público.
Desde hace décadas, una parte importante de las operaciones de endeudamiento público ya no pasa por la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público. El monto de las colocaciones de los TES en el mercado doméstico, que financia buena parte del déficit del gobierno, se aprueba junto con el presupuesto anual.
Por otra parte, el Congreso cuenta con otros instrumentos generales para vigilar la totalidad del endeudamiento público. Aprueba el cupo de endeudamiento externo, donde se incluyen los créditos que pasan por la Comisión interparlamentaria. Y, además, las normas de sostenibilidad fiscal, entre ellas, el marco fiscal de mediano plazo y la regla fiscal, imponen un techo al endeudamiento total del gobierno, cuyo cumplimiento debe ser vigilado por el Congreso. Con estos instrumentos ya no hay ninguna razón para que la Comisión apruebe, una a una, solo algunas operaciones de crédito público. En cambio, la injerencia de un puñado de congresistas en la aprobación de los créditos externos, importantes para la financiación del gobierno, se presta para que, en medio del sigilo, lo extorsionen, pues solo dan sus aprobaciones a cambio de grandes cantidades de mermelada. Aunque esta práctica se hizo pública por el reciente escándalo de la Unidad de Gestión de Riesgos, su ocurrencia es antigua. Y, por esa misma razón, desde hace tiempo se ha recomendado la abolición de esta Comisión. En 2007, por ejemplo, la Comisión Independiente del Gasto, presidida por el exministro Rodrigo Botero, propuso su eliminación.
Algunos dirán que mientras exista tanta corrupción en el Congreso, abolir la Comisión Interparlamentaria no corrige el problema de fondo, pues equivale simplemente a “vender el sofá” en ciertos casos de infidelidad. Aun cuando se acepte que de esta forma no se elimina el origen de la corrupción, se podría pensar, sin embargo, que, si la “ocasión hace al ladrón”, al desaparecer la Comisión y el consecuente tráfico de mermelada, al menos dejarían de existir muchas oportunidades para la repartición de coimas, la cual, en forma continua, se ha dado desde hace mucho tiempo.
En la anunciada Ley de financiamiento el Gobierno debería proponer la eliminación de la Comisión interparlamentaria de Crédito Público.