Muchas personas preocupadas por la equidad parten del principio de que, por ser una construcción social, el lenguaje refleja siglos de hegemonía masculina y, en concordancia, para incorporar la igualdad de hombres y mujeres, promueven la transformación del uso del idioma, de la forma de hablar y escribir (muchas veces, un poco a los codazos, valga decirlo). Estos cambios han tomado caminos distintos en el inglés y el español.
En Estados Unidos, las actrices feministas se llaman a sí mismas “actors” y las cabineras “flight attendants” (hay decenas de ejemplos semejantes), pues consideran que las palabras “actress” y “stewardess” son un fiel retrato de una historia de menosprecio hacia las mujeres. En su opinión, el hecho de que hombres y mujeres tengan acceso igualitario a los distintos trabajos se complementa con una denominación genérica de los mismos, independiente del sexo de quienes los desempeñan.
Aquí, en cambio, algunas personas se empeñan en estirar el uso del lenguaje inclusivo a niveles inauditos. Creen, al parecer, que el genérico, usualmente masculino, ignora o ningunea a la mujer. De esta manera, el innecesario desdoblamiento (del tipo “niños” y “niñas”) se ha extendido a expresiones como estudiantes y estudiantas, asistentes y asistentas y otras cosas aún peores (Maduro acumula varias de estas joyas: “panes y penes”, por ejemplo, pensando en quién sabe qué…). Otros proponen grafías como alumn@, alumne o alumnx para satisfacer su sed de formas sexual y políticamente inclusivas.
Buena parte de la batalla por el lenguaje inclusivo se está dando en España. El tema se agitó porque el presidente habló de “miembras” en un discurso reciente ante las Cortes. El hecho desató en las distintas bancadas tanto burlas y críticas como defensas entusiastas. Y el debate se intensificó cuando la vicepresidente del gobierno le solicitó a la Real Academia de la Lengua que revisara la Constitución para purgarla de machismo.
La RAE ya se había pronunciado sobre el tema. Dijo en su momento que para conservar la brevedad y la sencillez “existe la posibilidad del uso genérico del masculino”. Y sobre la fatigosa enumeración del tipo “niños y niñas” o “ingenieros e ingenieras” sostuvo que “deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican innecesariamente la redacción y lectura de los textos”.
Otro grupo de feministas, probablemente más razonable, piensa que la pelea se está dando en un campo equivocado. En lugar de concentrarse únicamente en los desdoblamientos (“todos” y “todas”, “ellos” y “ellas”), al igual que algunas de sus colegas de Estados Unidos sugiere, por ejemplo, que, cuando sea necesario, se use “persona” o “individuo” en lugar de “hombre”, o que se elimine la palabra “señorita” (pues califica a una mujer por su relación con un hombre) y se reemplace, en todos los casos, por señora, al igual que “señor” (señorito tiene un tufillo de burla o menosprecio).
Estos debates son, casi siempre, aburridos y, en muchos casos, dado el impacto sobre quienes creen que deben hacer gala de formas políticamente correctas, terminan por profundizar aún más la brecha que existe entre el lenguaje de la gente que habla y escribe bien y la agobiante jerga de los políticos y demás personas que se sienten obligados a disfrazarse de sensibles e inclusivas.
Muchas personas preocupadas por la equidad parten del principio de que, por ser una construcción social, el lenguaje refleja siglos de hegemonía masculina y, en concordancia, para incorporar la igualdad de hombres y mujeres, promueven la transformación del uso del idioma, de la forma de hablar y escribir (muchas veces, un poco a los codazos, valga decirlo). Estos cambios han tomado caminos distintos en el inglés y el español.
En Estados Unidos, las actrices feministas se llaman a sí mismas “actors” y las cabineras “flight attendants” (hay decenas de ejemplos semejantes), pues consideran que las palabras “actress” y “stewardess” son un fiel retrato de una historia de menosprecio hacia las mujeres. En su opinión, el hecho de que hombres y mujeres tengan acceso igualitario a los distintos trabajos se complementa con una denominación genérica de los mismos, independiente del sexo de quienes los desempeñan.
Aquí, en cambio, algunas personas se empeñan en estirar el uso del lenguaje inclusivo a niveles inauditos. Creen, al parecer, que el genérico, usualmente masculino, ignora o ningunea a la mujer. De esta manera, el innecesario desdoblamiento (del tipo “niños” y “niñas”) se ha extendido a expresiones como estudiantes y estudiantas, asistentes y asistentas y otras cosas aún peores (Maduro acumula varias de estas joyas: “panes y penes”, por ejemplo, pensando en quién sabe qué…). Otros proponen grafías como alumn@, alumne o alumnx para satisfacer su sed de formas sexual y políticamente inclusivas.
Buena parte de la batalla por el lenguaje inclusivo se está dando en España. El tema se agitó porque el presidente habló de “miembras” en un discurso reciente ante las Cortes. El hecho desató en las distintas bancadas tanto burlas y críticas como defensas entusiastas. Y el debate se intensificó cuando la vicepresidente del gobierno le solicitó a la Real Academia de la Lengua que revisara la Constitución para purgarla de machismo.
La RAE ya se había pronunciado sobre el tema. Dijo en su momento que para conservar la brevedad y la sencillez “existe la posibilidad del uso genérico del masculino”. Y sobre la fatigosa enumeración del tipo “niños y niñas” o “ingenieros e ingenieras” sostuvo que “deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican innecesariamente la redacción y lectura de los textos”.
Otro grupo de feministas, probablemente más razonable, piensa que la pelea se está dando en un campo equivocado. En lugar de concentrarse únicamente en los desdoblamientos (“todos” y “todas”, “ellos” y “ellas”), al igual que algunas de sus colegas de Estados Unidos sugiere, por ejemplo, que, cuando sea necesario, se use “persona” o “individuo” en lugar de “hombre”, o que se elimine la palabra “señorita” (pues califica a una mujer por su relación con un hombre) y se reemplace, en todos los casos, por señora, al igual que “señor” (señorito tiene un tufillo de burla o menosprecio).
Estos debates son, casi siempre, aburridos y, en muchos casos, dado el impacto sobre quienes creen que deben hacer gala de formas políticamente correctas, terminan por profundizar aún más la brecha que existe entre el lenguaje de la gente que habla y escribe bien y la agobiante jerga de los políticos y demás personas que se sienten obligados a disfrazarse de sensibles e inclusivas.