A los profes de Cúcuta.
Todos los profes vivimos intensamente el primer día de clases. Por lo general comienza desde la noche anterior: las preguntas por los nuevos rostros y los compañeros que hace tiempo no vemos (y aquellos que ya no están) llenan las horas mientras intentamos conciliar el sueño.
Algunos dejan lista la ropa antes de entrar a la cama, otros hacen un inventario con los ojos cerrados de las prendas del armario: seleccionan unas y descartan otras mentalmente. En la vigilia repasamos el horario de clases, los materiales y el entramado de pasillos; de nuevo vuelve la pregunta por los rostros de los nuevos estudiantes e intentamos darle nombre a cada uno de ellos.
La emoción llega antes que la alarma. Al abrir los ojos adquirimos conciencia del día y todo lo pensado en la noche se junta en un instante. Hay quienes aprovechan ese silencio para orar y recogerse espiritualmente, otros saltan de la cama directo a la cocina para calentar el café. Aún es de noche, pues, mientras una parte importante del país duerme y cientos de miles de profesores se alistan para iniciar su jornada.
Es el primer día de clases y, aunque hemos vivido esa sensación muchas veces, esta vez es distinta a las demás: el mundo, la vida, la enseñanza y los estudiantes cambiaron. “La nueva normalidad” la llaman algunos: una expresión que después de tantos meses resulta odiosa.
Muy pocos tienen presente que la docencia implica un inmenso esfuerzo físico, horas de pie, el uso de la voz en distintos tonos, estar atentos al comportamiento de treinta, cuarenta estudiantes llenos de emociones y preguntas. Por eso, al terminar esa primera jornada dan ganas de quitarse, junto a las prendas, el cansancio del día y ponerlo a lavar. El cuerpo se siente frágil y la vida pesa, mientras nos preguntamos si lo hicimos bien.
Sin embargo, rápidamente recordamos que uno de los aspectos que hacen maravilloso este oficio es que al día siguiente podemos comenzar de nuevo: preparar una clase que permita que los estudiantes se conecten con lo que amamos y descifrar en su mirada el asombro del conocimiento. Esa imagen basta para recuperar la emoción que sentíamos la noche anterior.
No es una emoción solitaria, porque la ansiedad y el miedo es compartido por los estudiantes, quienes con seguridad se desvelaron la noche anterior pensando en cómo sería ese primer día. A ellos también les costará trabajo adaptarse y tendrán que aprender a ser estudiantes de nuevo.
El regreso al colegio después de casi dos años de pantallas, guías y algunos encuentros irregulares debe ser especial. Es necesario reconocer el esfuerzo de tantas personas involucradas para abrir las aulas, especialmente a los profesores, pues estarán frente a millones de estudiantes haciendo la vida posible.
Puntilla: En la discusión por el regreso a la presencialidad se menciona mucho al Ministerio de Educación y muy poco a las administraciones locales, a quienes corresponde, en gran parte, la inversión en infraestructura educativa.
A los profes de Cúcuta.
Todos los profes vivimos intensamente el primer día de clases. Por lo general comienza desde la noche anterior: las preguntas por los nuevos rostros y los compañeros que hace tiempo no vemos (y aquellos que ya no están) llenan las horas mientras intentamos conciliar el sueño.
Algunos dejan lista la ropa antes de entrar a la cama, otros hacen un inventario con los ojos cerrados de las prendas del armario: seleccionan unas y descartan otras mentalmente. En la vigilia repasamos el horario de clases, los materiales y el entramado de pasillos; de nuevo vuelve la pregunta por los rostros de los nuevos estudiantes e intentamos darle nombre a cada uno de ellos.
La emoción llega antes que la alarma. Al abrir los ojos adquirimos conciencia del día y todo lo pensado en la noche se junta en un instante. Hay quienes aprovechan ese silencio para orar y recogerse espiritualmente, otros saltan de la cama directo a la cocina para calentar el café. Aún es de noche, pues, mientras una parte importante del país duerme y cientos de miles de profesores se alistan para iniciar su jornada.
Es el primer día de clases y, aunque hemos vivido esa sensación muchas veces, esta vez es distinta a las demás: el mundo, la vida, la enseñanza y los estudiantes cambiaron. “La nueva normalidad” la llaman algunos: una expresión que después de tantos meses resulta odiosa.
Muy pocos tienen presente que la docencia implica un inmenso esfuerzo físico, horas de pie, el uso de la voz en distintos tonos, estar atentos al comportamiento de treinta, cuarenta estudiantes llenos de emociones y preguntas. Por eso, al terminar esa primera jornada dan ganas de quitarse, junto a las prendas, el cansancio del día y ponerlo a lavar. El cuerpo se siente frágil y la vida pesa, mientras nos preguntamos si lo hicimos bien.
Sin embargo, rápidamente recordamos que uno de los aspectos que hacen maravilloso este oficio es que al día siguiente podemos comenzar de nuevo: preparar una clase que permita que los estudiantes se conecten con lo que amamos y descifrar en su mirada el asombro del conocimiento. Esa imagen basta para recuperar la emoción que sentíamos la noche anterior.
No es una emoción solitaria, porque la ansiedad y el miedo es compartido por los estudiantes, quienes con seguridad se desvelaron la noche anterior pensando en cómo sería ese primer día. A ellos también les costará trabajo adaptarse y tendrán que aprender a ser estudiantes de nuevo.
El regreso al colegio después de casi dos años de pantallas, guías y algunos encuentros irregulares debe ser especial. Es necesario reconocer el esfuerzo de tantas personas involucradas para abrir las aulas, especialmente a los profesores, pues estarán frente a millones de estudiantes haciendo la vida posible.
Puntilla: En la discusión por el regreso a la presencialidad se menciona mucho al Ministerio de Educación y muy poco a las administraciones locales, a quienes corresponde, en gran parte, la inversión en infraestructura educativa.