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                                                                                                                                La segunda muerte de Ignacio Escobar

                                                                                                                                Dicen que has vuelto a morir. La primera vez fue a la salida de una plaza de toros, entre un montón de gente despreciable que gritaba y masticaba bolas de carne con la boca abierta. El coronel Buendía vociferaba ordenando que te detuvieras y de repente te caíste sin saber por qué. Lo último que recuerdas es tu cara sobre la tierra; pensaste en los toros de lidia que se resisten a morir y abren desmesuradamente los ojos como una negación de lo que está ocurriendo. Estabas más consciente que nunca, podrías describir una a una las piedrecitas que componían el suelo. Escuchaste voces y pasos alrededor tuyo, sentiste que era el peor de los guayabos, pero era que te estabas muriendo.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El viaje en bus fue insoportable. Un día entero en ese hervidero cuyo calor aumentaba por la gritería con que se comunicaban los guasimaleros. Intentabas descifrar lo que decían: “nosiamostantoches, cómo estoy de cansado”, tradujiste de un hombre gordo que parecía un buda. Les escuchabas quejarse de Bogotá, de los rolos y de la policía que les quitaba el contrabando. Pensabas que tenían razón cuando decían que los rolos eran detestables e hipócritas.

                                                                                                                                Ahí, dentro de ese bus que se bamboleaba como rinoceronte enloquecido conociste a otro que huía como tú, otro que también había fracasado como poeta y que volvía a buscar la muerte al lugar en que nació: Ugolugo Rangel. Te invitó a quedarte en su casa: una vieja mansión venida a menos que se caía a pedazos como tú y como él. Encontrarte con tu doble te pareció premonitorio: “las cosas son iguales a las cosas”, pensaste.

                                                                                                                                Esa noche fueron a la Ínsula, una frontera dentro de la frontera. Una isla de neón en donde todo era posible: Tíbira Tábara, Night and Day, Casa de Muñecas, Las Alondras, La Sorda. Recordaste las madrugadas en el Oasis y a Rosarito. ¡Qué difícil sería matar a Ignacio!, dijiste sin que nadie escuchara tu voz, que se perdía entre la música de la Billo’s, el único grupo de música que escuchaban en San José de Guasimales.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Nota aclaratoria. Esta columna tiene frases y pasajes de Sin remedio (1984), escrita por Antonio Caballero, y Hasta el sol de los venados (1976), escrita por Carlos Perozzo.

                                                                                                                                @arturocharria

                                                                                                                                Dicen que has vuelto a morir. La primera vez fue a la salida de una plaza de toros, entre un montón de gente despreciable que gritaba y masticaba bolas de carne con la boca abierta. El coronel Buendía vociferaba ordenando que te detuvieras y de repente te caíste sin saber por qué. Lo último que recuerdas es tu cara sobre la tierra; pensaste en los toros de lidia que se resisten a morir y abren desmesuradamente los ojos como una negación de lo que está ocurriendo. Estabas más consciente que nunca, podrías describir una a una las piedrecitas que componían el suelo. Escuchaste voces y pasos alrededor tuyo, sentiste que era el peor de los guayabos, pero era que te estabas muriendo.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El viaje en bus fue insoportable. Un día entero en ese hervidero cuyo calor aumentaba por la gritería con que se comunicaban los guasimaleros. Intentabas descifrar lo que decían: “nosiamostantoches, cómo estoy de cansado”, tradujiste de un hombre gordo que parecía un buda. Les escuchabas quejarse de Bogotá, de los rolos y de la policía que les quitaba el contrabando. Pensabas que tenían razón cuando decían que los rolos eran detestables e hipócritas.

                                                                                                                                Ahí, dentro de ese bus que se bamboleaba como rinoceronte enloquecido conociste a otro que huía como tú, otro que también había fracasado como poeta y que volvía a buscar la muerte al lugar en que nació: Ugolugo Rangel. Te invitó a quedarte en su casa: una vieja mansión venida a menos que se caía a pedazos como tú y como él. Encontrarte con tu doble te pareció premonitorio: “las cosas son iguales a las cosas”, pensaste.

                                                                                                                                Esa noche fueron a la Ínsula, una frontera dentro de la frontera. Una isla de neón en donde todo era posible: Tíbira Tábara, Night and Day, Casa de Muñecas, Las Alondras, La Sorda. Recordaste las madrugadas en el Oasis y a Rosarito. ¡Qué difícil sería matar a Ignacio!, dijiste sin que nadie escuchara tu voz, que se perdía entre la música de la Billo’s, el único grupo de música que escuchaban en San José de Guasimales.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Nota aclaratoria. Esta columna tiene frases y pasajes de Sin remedio (1984), escrita por Antonio Caballero, y Hasta el sol de los venados (1976), escrita por Carlos Perozzo.

                                                                                                                                @arturocharria

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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