Dicen que has vuelto a morir. La primera vez fue a la salida de una plaza de toros, entre un montón de gente despreciable que gritaba y masticaba bolas de carne con la boca abierta. El coronel Buendía vociferaba ordenando que te detuvieras y de repente te caíste sin saber por qué. Lo último que recuerdas es tu cara sobre la tierra; pensaste en los toros de lidia que se resisten a morir y abren desmesuradamente los ojos como una negación de lo que está ocurriendo. Estabas más consciente que nunca, podrías describir una a una las piedrecitas que componían el suelo. Escuchaste voces y pasos alrededor tuyo, sentiste que era el peor de los guayabos, pero era que te estabas muriendo.
Ese día, hastiado de la vida y de ti mismo decidiste morir o, mejor aún, darle muerte a Ignacio Escobar. Te cansaste de la literatura y las revoluciones de chimenea, de Angelita y de Fina, de las insufribles tardes en casa de mamá con el séquito de familiares y obispos. Recordaste que a los 31 años Rimbaud estaba muerto y tú harías lo mismo. Entonces te inventaste a Antonio Caballero: un periodista que hablaba despacio y escribía con fuego.
Dejaste Bogotá y te fuiste al primer lugar del fin del mundo a iniciar, como Rimbaud, una vida como traficante. Querías darle vida a Antonio y por eso te fuiste a San José de Guasimales, al otro lado de la cordillera. Tomaste el nombre de un próspero pueblo en el que había más contrabandistas que habitantes, llamado San Antonio del Táchira.
El viaje en bus fue insoportable. Un día entero en ese hervidero cuyo calor aumentaba por la gritería con que se comunicaban los guasimaleros. Intentabas descifrar lo que decían: “nosiamostantoches, cómo estoy de cansado”, tradujiste de un hombre gordo que parecía un buda. Les escuchabas quejarse de Bogotá, de los rolos y de la policía que les quitaba el contrabando. Pensabas que tenían razón cuando decían que los rolos eran detestables e hipócritas.
Ahí, dentro de ese bus que se bamboleaba como rinoceronte enloquecido conociste a otro que huía como tú, otro que también había fracasado como poeta y que volvía a buscar la muerte al lugar en que nació: Ugolugo Rangel. Te invitó a quedarte en su casa: una vieja mansión venida a menos que se caía a pedazos como tú y como él. Encontrarte con tu doble te pareció premonitorio: “las cosas son iguales a las cosas”, pensaste.
Esa noche fueron a la Ínsula, una frontera dentro de la frontera. Una isla de neón en donde todo era posible: Tíbira Tábara, Night and Day, Casa de Muñecas, Las Alondras, La Sorda. Recordaste las madrugadas en el Oasis y a Rosarito. ¡Qué difícil sería matar a Ignacio!, dijiste sin que nadie escuchara tu voz, que se perdía entre la música de la Billo’s, el único grupo de música que escuchaban en San José de Guasimales.
Esa fue la última noche de Ignacio: entre putas y contrabandistas lo despediste. Un funeral sin entierro y sin lágrimas. Mientras Ugolugo borracho enumeraba los motivos de su regreso y hablaba de láberos y paraísos, tú escribías sobre la mesa tu propio epitafio: Ignacio Escobar. Nació en Bogotá y murió en San José de Guasimales. Tratando de huir se dio cuenta de que las cosas son iguales a las cosas.
Nota aclaratoria. Esta columna tiene frases y pasajes de Sin remedio (1984), escrita por Antonio Caballero, y Hasta el sol de los venados (1976), escrita por Carlos Perozzo.
@arturocharria
Dicen que has vuelto a morir. La primera vez fue a la salida de una plaza de toros, entre un montón de gente despreciable que gritaba y masticaba bolas de carne con la boca abierta. El coronel Buendía vociferaba ordenando que te detuvieras y de repente te caíste sin saber por qué. Lo último que recuerdas es tu cara sobre la tierra; pensaste en los toros de lidia que se resisten a morir y abren desmesuradamente los ojos como una negación de lo que está ocurriendo. Estabas más consciente que nunca, podrías describir una a una las piedrecitas que componían el suelo. Escuchaste voces y pasos alrededor tuyo, sentiste que era el peor de los guayabos, pero era que te estabas muriendo.
Ese día, hastiado de la vida y de ti mismo decidiste morir o, mejor aún, darle muerte a Ignacio Escobar. Te cansaste de la literatura y las revoluciones de chimenea, de Angelita y de Fina, de las insufribles tardes en casa de mamá con el séquito de familiares y obispos. Recordaste que a los 31 años Rimbaud estaba muerto y tú harías lo mismo. Entonces te inventaste a Antonio Caballero: un periodista que hablaba despacio y escribía con fuego.
Dejaste Bogotá y te fuiste al primer lugar del fin del mundo a iniciar, como Rimbaud, una vida como traficante. Querías darle vida a Antonio y por eso te fuiste a San José de Guasimales, al otro lado de la cordillera. Tomaste el nombre de un próspero pueblo en el que había más contrabandistas que habitantes, llamado San Antonio del Táchira.
El viaje en bus fue insoportable. Un día entero en ese hervidero cuyo calor aumentaba por la gritería con que se comunicaban los guasimaleros. Intentabas descifrar lo que decían: “nosiamostantoches, cómo estoy de cansado”, tradujiste de un hombre gordo que parecía un buda. Les escuchabas quejarse de Bogotá, de los rolos y de la policía que les quitaba el contrabando. Pensabas que tenían razón cuando decían que los rolos eran detestables e hipócritas.
Ahí, dentro de ese bus que se bamboleaba como rinoceronte enloquecido conociste a otro que huía como tú, otro que también había fracasado como poeta y que volvía a buscar la muerte al lugar en que nació: Ugolugo Rangel. Te invitó a quedarte en su casa: una vieja mansión venida a menos que se caía a pedazos como tú y como él. Encontrarte con tu doble te pareció premonitorio: “las cosas son iguales a las cosas”, pensaste.
Esa noche fueron a la Ínsula, una frontera dentro de la frontera. Una isla de neón en donde todo era posible: Tíbira Tábara, Night and Day, Casa de Muñecas, Las Alondras, La Sorda. Recordaste las madrugadas en el Oasis y a Rosarito. ¡Qué difícil sería matar a Ignacio!, dijiste sin que nadie escuchara tu voz, que se perdía entre la música de la Billo’s, el único grupo de música que escuchaban en San José de Guasimales.
Esa fue la última noche de Ignacio: entre putas y contrabandistas lo despediste. Un funeral sin entierro y sin lágrimas. Mientras Ugolugo borracho enumeraba los motivos de su regreso y hablaba de láberos y paraísos, tú escribías sobre la mesa tu propio epitafio: Ignacio Escobar. Nació en Bogotá y murió en San José de Guasimales. Tratando de huir se dio cuenta de que las cosas son iguales a las cosas.
Nota aclaratoria. Esta columna tiene frases y pasajes de Sin remedio (1984), escrita por Antonio Caballero, y Hasta el sol de los venados (1976), escrita por Carlos Perozzo.
@arturocharria