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Mucho se ha dicho por estos días sobre la memoria a propósito del debate de control político realizado a Darío Acevedo, director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). Entre los desatinados comentarios realizados por Acevedo, hubo uno que me llamó particularmente la atención y que muestra su limitada comprensión de la memoria y la forma en que esta se representa: “Poner a hablar a un río… perdónenme, muchachos, eso está muy bien para una obra literaria, una poesía… Recuerden cómo se burlaban de Maduro porque hablaba con un pajarito”.
Acevedo se refiere a uno de los tres ejes del guion del Museo Nacional de Memoria que se construyó en 2018, el cual tiene como propósito comprender cómo los ríos en Colombia han sido testigos de una guerra que recorrió sus aguas. En sus afluentes se han sepultado miles de cuerpos y muchas comunidades que vivían en sus riberas fueron víctimas de masacres y desplazamientos.
No entiende el nuevo director del CNMH que los trabajos de memoria no solo tienen que recopilar esta información y buscar los patrones de violencia, sino que también deben buscar formas de representación, en donde la metáfora y la alegoría son tan necesarias como los datos estadísticos y las definiciones. De ahí que la forma despectiva en que se refiere Darío Acevedo “al río que habla” es reduccionista y muestra su incapacidad para guiar el destino de un museo que debe representar en múltiples formas y lenguajes nuestra violencia reciente.
Esta discusión no es menor, pues gran parte de lo que hoy es el CNMH debe transitar al futuro Museo Nacional de Memoria. Esta institución debe contener los aprendizajes de tantos años de investigación, las voces de las víctimas y el informe que produzca la Comisión de la Verdad. Toda esa información no cabría en un solo edificio y por eso la representación sensible de los acontecimientos se vuelve fundamental.
Para demostrar la importancia de la representación sensible, basta con recordar dos historias en las que el rigor de la guerra se manifiesta a través de olores que no son los de la pólvora. Para José, el olor de las flores no es el de los jardines o el de los amores inconclusos, sino que lo devuelve a sus muertos y los funerales de tantos compañeros y compañeras asesinados a finales de los años 80. No ha vuelto a tener flores en su casa y cuando siente en el aire el rastro de los claveles o de los crisantemos, cierra los ojos para evitar el recuerdo de tantos entierros. Y Valentina, cuyo padre fue secuestrado y asesinado, recuerda el olor del perfume que llenaba la casa antes de que él saliera al trabajo; ella siempre guarda un pequeño frasco para sentir vivamente su presencia.
¿Cómo representar estas historias y cómo hablar de estas ausencias que todo lo llenan? No basta con hablar del secuestro, de los asesinatos o de las desapariciones en el lenguaje sabido por los académicos, porque decirlo así, sin buscar otras formas sensibles, deja por fuera el núcleo narrativo de historias como las de José y Valentina.
De ahí que los trabajos de memoria tienen el deber de encontrar las formas adecuadas de narrar. Para comprender esto no basta solo voluntad, sino también un mirada amplia y sensible de las víctimas y sus historias, atributos con los que no cuenta el actual director del Centro Nacional de Memoria Histórica. A la sesgada visión que tiene Darío Acevedo del conflicto armado y sus circunstancias hay que sumarle su incapacidad de entender que la memoria también puede hacer que los ríos hablen.