A Beatriz Lora
La discusión por la enseñanza de la historia de Colombia en los colegios debe dejar las facultades de historia para instalarse en los corredores del Ministerio de Educación. Es importante centrar el debate en la eliminación de la cátedra de Historia como asignatura obligatoria y su reemplazo por la de Ciencias Sociales.
A comienzos de los noventa desaparece la cátedra de Historia (que tenía un fuerte énfasis en el estudio de la historia de Colombia). La coyuntura no es accidental, pues basta con recordar que este periodo es conocido como la apertura, que en términos concretos fue la eliminación de políticas cuyo fin era la protección de la industria nacional. Para el Gobierno, este nuevo modelo económico buscaba integrar las empresas nacionales con el mercado global. Era el momento de salir al mundo y, de ser posible, conquistarlo. Eran los años de la globalización.
Ante esta coyuntura, resultaba anacrónico insistir en una asignatura que, como el modelo económico anterior, estaba de espaldas al mundo. Además, era problemática, ya que los profesores de historia terminaban enseñando desde su posición política. Se llegó a pensar que una de las causas de la guerra y de su persistencia, estaba vinculada al radicalismo con el que se dictaban estas clases; sobra decir que la clase desapareció y que la guerra se ha incrementado a niveles que solo podrían compararse con la indiferencia que produce esta misma en la sociedad.
El nuevo modelo de asignatura proponía que los estudiantes aprendieran de manera transversal antropología, ciencia política, sociología, historia, geografía y que, de modo simultáneo, se abordaran temas de Colombia, América, Europa, Asia, África, conflictos medioambientales y competencias ciudadanas. Todo en un mismo curso. Basta con abrir un libro de Ciencias Sociales para ver en físico el resultado de este experimento: poca profundidad y articulación entre los temas. Los textos se centran principalmente en diseñar materiales atractivos, descuidando el rigor académico.
El problema no se resuelve con hacer una cátedra de historia de Colombia que se quede, de manera excesiva, en la Batalla de Boyacá y en los pormenores de la disputa entre Santander y Bolívar. El debate por esta asignatura debe centrarse en la capacidad de reconocimiento de sí mismo que esta le genere al estudiante como ciudadano y como sujeto social para ser propositivo con su entorno inmediato. Urge que en esta asignatura se dimensione el impacto que ha tenido el conflicto armado en la población civil; que abandone la mirada bucólica del campo y tenga, como lo propone el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, un enfoque territorial. Es decir, que la historia nacional también pueda contarse desde las regiones más apartadas del país. Porque antes de buscar la paz a través de la educación, primero se debe saber dónde ocurre la guerra.
A Beatriz Lora
La discusión por la enseñanza de la historia de Colombia en los colegios debe dejar las facultades de historia para instalarse en los corredores del Ministerio de Educación. Es importante centrar el debate en la eliminación de la cátedra de Historia como asignatura obligatoria y su reemplazo por la de Ciencias Sociales.
A comienzos de los noventa desaparece la cátedra de Historia (que tenía un fuerte énfasis en el estudio de la historia de Colombia). La coyuntura no es accidental, pues basta con recordar que este periodo es conocido como la apertura, que en términos concretos fue la eliminación de políticas cuyo fin era la protección de la industria nacional. Para el Gobierno, este nuevo modelo económico buscaba integrar las empresas nacionales con el mercado global. Era el momento de salir al mundo y, de ser posible, conquistarlo. Eran los años de la globalización.
Ante esta coyuntura, resultaba anacrónico insistir en una asignatura que, como el modelo económico anterior, estaba de espaldas al mundo. Además, era problemática, ya que los profesores de historia terminaban enseñando desde su posición política. Se llegó a pensar que una de las causas de la guerra y de su persistencia, estaba vinculada al radicalismo con el que se dictaban estas clases; sobra decir que la clase desapareció y que la guerra se ha incrementado a niveles que solo podrían compararse con la indiferencia que produce esta misma en la sociedad.
El nuevo modelo de asignatura proponía que los estudiantes aprendieran de manera transversal antropología, ciencia política, sociología, historia, geografía y que, de modo simultáneo, se abordaran temas de Colombia, América, Europa, Asia, África, conflictos medioambientales y competencias ciudadanas. Todo en un mismo curso. Basta con abrir un libro de Ciencias Sociales para ver en físico el resultado de este experimento: poca profundidad y articulación entre los temas. Los textos se centran principalmente en diseñar materiales atractivos, descuidando el rigor académico.
El problema no se resuelve con hacer una cátedra de historia de Colombia que se quede, de manera excesiva, en la Batalla de Boyacá y en los pormenores de la disputa entre Santander y Bolívar. El debate por esta asignatura debe centrarse en la capacidad de reconocimiento de sí mismo que esta le genere al estudiante como ciudadano y como sujeto social para ser propositivo con su entorno inmediato. Urge que en esta asignatura se dimensione el impacto que ha tenido el conflicto armado en la población civil; que abandone la mirada bucólica del campo y tenga, como lo propone el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, un enfoque territorial. Es decir, que la historia nacional también pueda contarse desde las regiones más apartadas del país. Porque antes de buscar la paz a través de la educación, primero se debe saber dónde ocurre la guerra.