En la segunda mitad del XX había dos acontecimientos que nadie se perdía: la Vuelta a Colombia y el Reinado de Cartagena. En una ocasión una reina recibe con genuflexión al presidente de Estados Unidos quien la besa en la mano. Vino en su flota de guerra, según recuerdos de la época. Agregan estos que el mandatario no aparece “porque prohibieron dispararle cámaras y armas de fuego mientras caminaba”.
El escritor Roberto Burgos Cantor continuó ironizando en una ficción: “Dijo con las únicas palabras en castellano que se aprendió al desayuno que los presidentes de Colombia eran tan buenos e ilustrados que debían irse a nacer a los Estados Unidos para ser presidentes allá”. Así quedó consignado en Lo Amador, su primer libro de cuentos, publicado en 1981.
En la biografía que introduce el tomo se dice que el universo de Burgos Cantor está en tensión entre una naturaleza rebosante y “un mundo desesperanzador donde impera la radicalidad de las verdades últimas”. A lo mejor este timbre extremo fue captado por el number one gringo cuando puso a sus homólogos a nacer y volverse presidentes de su país, es decir, presidentes del mundo.
Cuando se acuñó aquel dicho de que todo colombiano aspira a ser presidente, nadie especificó a qué porción de nacionales se refiere esta sentencia. Porque no cualquier colombiano encaja en ella. Los humildes, los zarrapastrosos no clasifican. Pero dele usted un tris de poder a cualquier medio graduado en Harvard, a cualquier bachiller de pacotilla, a cualquier burócrata de notaría, y verá cómo se cumple esa ambición.
La Presidencia es una verdad última y se asume con radicalidad. Ni el múltiple campeonato de Cochise ni la corona orbital de Luz Marina Zuluaga adquirieron para las multitudes nacionales la estatura de oscuro objeto del deseo. Fueron verdades a medias, nadie las persiguió con ardor. En cambio la primera magistratura sí creció como pasión mística para quienes suponían estar llamados a ese solio.
El escritor Fernando Vallejo en su novela El desbarrancadero propone una variante para esta ambición nacional. En su veterana fiscalización a los intríngulis de la religión, le llama la atención la buena vida de los sumos pontífices de Roma. Bien comidos, servidos y rodeados de obras de arte hasta en los techos, “¡así quién no!”, clama.
Pues bien, luego de definir a nuestra nación como “país pobre rico en odio”, he aquí su propuesta: “¿Por qué en vez de esta manía por la Presidencia no nos ha dado a todos en Colombia por ser papas?”. Un papa, para la mayoría de los colombianos, es una especie de presidente del mundo. Es decir, un colega del presidente gringo. Mandan igual.
De modo que ser papa alcanzaría un valor semejante al de ser presidente de Colombia o de Estados Unidos, según lo descubrió el que vino en su flota de guerra, según los cuentos de Burgos Cantor. Tamaña majestad sí merecería ser asumida con garra como verdad última. Y ser pregonada por cada colombiano todos los años, con ardor veintejuliero.
En la segunda mitad del XX había dos acontecimientos que nadie se perdía: la Vuelta a Colombia y el Reinado de Cartagena. En una ocasión una reina recibe con genuflexión al presidente de Estados Unidos quien la besa en la mano. Vino en su flota de guerra, según recuerdos de la época. Agregan estos que el mandatario no aparece “porque prohibieron dispararle cámaras y armas de fuego mientras caminaba”.
El escritor Roberto Burgos Cantor continuó ironizando en una ficción: “Dijo con las únicas palabras en castellano que se aprendió al desayuno que los presidentes de Colombia eran tan buenos e ilustrados que debían irse a nacer a los Estados Unidos para ser presidentes allá”. Así quedó consignado en Lo Amador, su primer libro de cuentos, publicado en 1981.
En la biografía que introduce el tomo se dice que el universo de Burgos Cantor está en tensión entre una naturaleza rebosante y “un mundo desesperanzador donde impera la radicalidad de las verdades últimas”. A lo mejor este timbre extremo fue captado por el number one gringo cuando puso a sus homólogos a nacer y volverse presidentes de su país, es decir, presidentes del mundo.
Cuando se acuñó aquel dicho de que todo colombiano aspira a ser presidente, nadie especificó a qué porción de nacionales se refiere esta sentencia. Porque no cualquier colombiano encaja en ella. Los humildes, los zarrapastrosos no clasifican. Pero dele usted un tris de poder a cualquier medio graduado en Harvard, a cualquier bachiller de pacotilla, a cualquier burócrata de notaría, y verá cómo se cumple esa ambición.
La Presidencia es una verdad última y se asume con radicalidad. Ni el múltiple campeonato de Cochise ni la corona orbital de Luz Marina Zuluaga adquirieron para las multitudes nacionales la estatura de oscuro objeto del deseo. Fueron verdades a medias, nadie las persiguió con ardor. En cambio la primera magistratura sí creció como pasión mística para quienes suponían estar llamados a ese solio.
El escritor Fernando Vallejo en su novela El desbarrancadero propone una variante para esta ambición nacional. En su veterana fiscalización a los intríngulis de la religión, le llama la atención la buena vida de los sumos pontífices de Roma. Bien comidos, servidos y rodeados de obras de arte hasta en los techos, “¡así quién no!”, clama.
Pues bien, luego de definir a nuestra nación como “país pobre rico en odio”, he aquí su propuesta: “¿Por qué en vez de esta manía por la Presidencia no nos ha dado a todos en Colombia por ser papas?”. Un papa, para la mayoría de los colombianos, es una especie de presidente del mundo. Es decir, un colega del presidente gringo. Mandan igual.
De modo que ser papa alcanzaría un valor semejante al de ser presidente de Colombia o de Estados Unidos, según lo descubrió el que vino en su flota de guerra, según los cuentos de Burgos Cantor. Tamaña majestad sí merecería ser asumida con garra como verdad última. Y ser pregonada por cada colombiano todos los años, con ardor veintejuliero.