Hay médicos de dos clases y entre ellos no se identifican ni en un punto. Se pueden nombrar como médicos de antes o médicos de familia, y médicos de ahora. Basta hacer un rastreo de la memoria y combinarlo con alguna experiencia contemporánea de asistencia a urgencias de alguna clínica. Aquí están los dos universos:
Los antiguos médicos abordaban pacientes que eran seres humanos completos, con sentimientos, con miedos, con pavor a morirse o ganas sencillas de encontrar un alivio a sus dolencias. Sabían que las enfermedades no son epifenómenos físicos independientes del resto de hilos que sostienen una buena vida humana.
Aquellos galenos tenían impreso en un cuadro del consultorio El Juramento Hipocrático, en cuya versión anglosajona de 1964 se lee: “La medicina no solo es ciencia, sino también arte, porque la calidez humana, la compasión, la comprensión pueden ser más valiosos que el bisturí del cirujano o el medicamento del químico”.
Para estos médicos, cada persona era una familia, una historia de alegría y pesares. Un ser con cara destapada, que merecía el saludo, el contexto de su situación, en fin, una charla continuada con un profesional que lo valoraba, no solo porque le hacía exámenes clínicos sino porque le reconocía un valor humano completo.
Por eso, aquellos médicos hipocráticos contaban con una cantidad respetable de pacientes. Todos iban a su consultorio y no aceptaban cambiar de profesional. A veces le pagaban con gallinas o pavos vivos, en plena Bogotá. Le tenían “fe”, subrayando esta palabra, sentían que ese intermedio entre chamán, doctor y amigo tenía la llave de su bienestar.
El contraste con la triste actualidad es desolador. Luego de tontear por días, luchando con voces de inteligencia artificial telefónica o virtual, por fin el enfermo consigue la autorización y la cita. Intimidado por el total anonimato de las salas de espera y por la incógnita de quién será el que lo va a atender, finalmente entra a uno de los consultorios marcados con números.
Adentro encuentra una especie de extraterrestre. Bata que le cubre todo el cuerpo, cara oculta con tapabocas, vidrio, gafas, gorro. Ese ser lo saluda sin tener ni idea de quién entra y frenéticamente comienza a escribir en un computador, luego de escuchar el motivo de la consulta. “Será que les exigen un informe o actualización de mi historia clínica”, imagina el paciente al cuadrado.
A continuación, vienen las máquinas. “Párese, veamos su estatura, súbase a la pesa, luego a la camilla”. Ahí lo faja en un brazo con una manga que se infla al conectarla con el aparato medidor de la tensión y le introduce el índice derecho en una boca que lo engulle. Regresa a su escritorio para continuar con el tecleo.
Una impresora lateral o externa escupe varias hojas con órdenes de más exámenes, más autorizaciones, más citas. El médico las sella con su nombre y registro profesional. Normalmente estos datos quedan truncos por falta de tinta. Igual de truncos que los lazos entre hombres que acudieron por una cura y el médico que lo despide con cargas de más exámenes abstrusos.
Hay médicos de dos clases y entre ellos no se identifican ni en un punto. Se pueden nombrar como médicos de antes o médicos de familia, y médicos de ahora. Basta hacer un rastreo de la memoria y combinarlo con alguna experiencia contemporánea de asistencia a urgencias de alguna clínica. Aquí están los dos universos:
Los antiguos médicos abordaban pacientes que eran seres humanos completos, con sentimientos, con miedos, con pavor a morirse o ganas sencillas de encontrar un alivio a sus dolencias. Sabían que las enfermedades no son epifenómenos físicos independientes del resto de hilos que sostienen una buena vida humana.
Aquellos galenos tenían impreso en un cuadro del consultorio El Juramento Hipocrático, en cuya versión anglosajona de 1964 se lee: “La medicina no solo es ciencia, sino también arte, porque la calidez humana, la compasión, la comprensión pueden ser más valiosos que el bisturí del cirujano o el medicamento del químico”.
Para estos médicos, cada persona era una familia, una historia de alegría y pesares. Un ser con cara destapada, que merecía el saludo, el contexto de su situación, en fin, una charla continuada con un profesional que lo valoraba, no solo porque le hacía exámenes clínicos sino porque le reconocía un valor humano completo.
Por eso, aquellos médicos hipocráticos contaban con una cantidad respetable de pacientes. Todos iban a su consultorio y no aceptaban cambiar de profesional. A veces le pagaban con gallinas o pavos vivos, en plena Bogotá. Le tenían “fe”, subrayando esta palabra, sentían que ese intermedio entre chamán, doctor y amigo tenía la llave de su bienestar.
El contraste con la triste actualidad es desolador. Luego de tontear por días, luchando con voces de inteligencia artificial telefónica o virtual, por fin el enfermo consigue la autorización y la cita. Intimidado por el total anonimato de las salas de espera y por la incógnita de quién será el que lo va a atender, finalmente entra a uno de los consultorios marcados con números.
Adentro encuentra una especie de extraterrestre. Bata que le cubre todo el cuerpo, cara oculta con tapabocas, vidrio, gafas, gorro. Ese ser lo saluda sin tener ni idea de quién entra y frenéticamente comienza a escribir en un computador, luego de escuchar el motivo de la consulta. “Será que les exigen un informe o actualización de mi historia clínica”, imagina el paciente al cuadrado.
A continuación, vienen las máquinas. “Párese, veamos su estatura, súbase a la pesa, luego a la camilla”. Ahí lo faja en un brazo con una manga que se infla al conectarla con el aparato medidor de la tensión y le introduce el índice derecho en una boca que lo engulle. Regresa a su escritorio para continuar con el tecleo.
Una impresora lateral o externa escupe varias hojas con órdenes de más exámenes, más autorizaciones, más citas. El médico las sella con su nombre y registro profesional. Normalmente estos datos quedan truncos por falta de tinta. Igual de truncos que los lazos entre hombres que acudieron por una cura y el médico que lo despide con cargas de más exámenes abstrusos.