El capitán Jair Bolsonaro prohibió la financiación estatal para los estudios de humanidades en Brasil. Dice que la filosofía, la sociología, en fin, lo que se conoce como ciencias humanas, han de suprimirse en colegios y universidades públicas.
Que los impuestos de los ciudadanos no patrocinarán esas inutilidades. Que solo habrá plata para estudios que rindan un resultado monetario tangible, inmediato. Digamos, para aprender a reparar una máquina o a curar una herida de bala o a vender seguros de vida.
Agrega que quien aspire a esos saberes humanos trasnochados tiene que pagarse la carrera de su propio bolsillo. Es decir, que la gente del pueblo queda automáticamente excluida del conocimiento abstracto, de las hipótesis, de la inquietud sobre para qué el hombre está sobre la Tierra y cómo se las arregla para convivir con otros hombres.
El capitán presidente sueña con que su país sea un cuartel. Se figura a sus gobernados organizados en filas militares. Iguales, verdes, obedientes, marchando a paso de escuadra, sin derecho a chistar ni a mosquearse ni a separarse un punto de lo que digan los superiores, los capitanes.
Para poner en números la expulsión estatal de las humanidades, considérese que Brasil tiene el más alto presupuesto anual para educación en América Latina. Según informe de William Martínez en Arcadia, asciende a 30 mil millones de dólares. Y el sistema educativo nacional cubre a cerca de 50 millones de estudiantes.
El ministerio del ramo, ocupado hasta no hace mucho por un colombiano, se encarga de dictar las políticas públicas para enseñanza básica y superior. Como la llamada “Escuela sin partido”, para desterrar de los colegios las discusiones políticas, religiosas y de género.
Es difícil vislumbrar la profundidad de los estudios juveniles de Bolsonaro en su academia marcial. Pero es fácil adivinar que la inteligencia militar de sus profesores no dio para proponerle la siguiente reflexión del soldado más encumbrado de los recientes siglos:
“No hay sino dos potencias en el mundo –escribió en su “Memorial de Santa Helena”, Napoleón Bonaparte-: el sable y el espíritu. Entiendo por espíritu las instituciones civiles y religiosas. A la larga, el sable es siempre vencido por el espíritu”.
La técnica sabe, la ciencia sabe que sabe, la filosofía sabe por qué sabe lo que sabe. Las humanidades, que tratan precisamente del espíritu, son la coronación del cerebro. Más arriba están las artes, que saben lo que no sabe el cerebro. Las artes, la poesía, ven donde no ven los microscopios ni los telescopios. Ven por el gusto de ver, no por el lucro de ver.
Esta escala del conocimiento constituye la complejidad, gracias a la cual los hombres son la inteligencia del planeta. Recortarla significaría un ecocidio, tan funesto como el calentamiento global que nos achicharrará si no sabemos para qué sabemos.
Pobrecito Brasil, comandado por la impostora banda del sargento Pimienta y su club de corazones solitarios.
El capitán Jair Bolsonaro prohibió la financiación estatal para los estudios de humanidades en Brasil. Dice que la filosofía, la sociología, en fin, lo que se conoce como ciencias humanas, han de suprimirse en colegios y universidades públicas.
Que los impuestos de los ciudadanos no patrocinarán esas inutilidades. Que solo habrá plata para estudios que rindan un resultado monetario tangible, inmediato. Digamos, para aprender a reparar una máquina o a curar una herida de bala o a vender seguros de vida.
Agrega que quien aspire a esos saberes humanos trasnochados tiene que pagarse la carrera de su propio bolsillo. Es decir, que la gente del pueblo queda automáticamente excluida del conocimiento abstracto, de las hipótesis, de la inquietud sobre para qué el hombre está sobre la Tierra y cómo se las arregla para convivir con otros hombres.
El capitán presidente sueña con que su país sea un cuartel. Se figura a sus gobernados organizados en filas militares. Iguales, verdes, obedientes, marchando a paso de escuadra, sin derecho a chistar ni a mosquearse ni a separarse un punto de lo que digan los superiores, los capitanes.
Para poner en números la expulsión estatal de las humanidades, considérese que Brasil tiene el más alto presupuesto anual para educación en América Latina. Según informe de William Martínez en Arcadia, asciende a 30 mil millones de dólares. Y el sistema educativo nacional cubre a cerca de 50 millones de estudiantes.
El ministerio del ramo, ocupado hasta no hace mucho por un colombiano, se encarga de dictar las políticas públicas para enseñanza básica y superior. Como la llamada “Escuela sin partido”, para desterrar de los colegios las discusiones políticas, religiosas y de género.
Es difícil vislumbrar la profundidad de los estudios juveniles de Bolsonaro en su academia marcial. Pero es fácil adivinar que la inteligencia militar de sus profesores no dio para proponerle la siguiente reflexión del soldado más encumbrado de los recientes siglos:
“No hay sino dos potencias en el mundo –escribió en su “Memorial de Santa Helena”, Napoleón Bonaparte-: el sable y el espíritu. Entiendo por espíritu las instituciones civiles y religiosas. A la larga, el sable es siempre vencido por el espíritu”.
La técnica sabe, la ciencia sabe que sabe, la filosofía sabe por qué sabe lo que sabe. Las humanidades, que tratan precisamente del espíritu, son la coronación del cerebro. Más arriba están las artes, que saben lo que no sabe el cerebro. Las artes, la poesía, ven donde no ven los microscopios ni los telescopios. Ven por el gusto de ver, no por el lucro de ver.
Esta escala del conocimiento constituye la complejidad, gracias a la cual los hombres son la inteligencia del planeta. Recortarla significaría un ecocidio, tan funesto como el calentamiento global que nos achicharrará si no sabemos para qué sabemos.
Pobrecito Brasil, comandado por la impostora banda del sargento Pimienta y su club de corazones solitarios.