Arqueólogos y antropólogos colombianos afirman que no es bueno hablar de “tesoro” quimbaya para referirse a las 122 piezas de orfebrería precolombina, regaladas a España en secreto y sin requisitos de ley a finales del XIX. Opinan que es mejor llamarlas “colección”.
El primer término aludiría a su valor económico. Sería como decir que las esculturas valen lo que pesan en oro, y que se podrían fundir en lingotes para aumentar las reservas de oro de la nación. Algo parecido a lo que sucede con el peso específico del cargamento a bordo del Galeón San José, que es mirado con ganas por indígenas actuales de otros países suramericanos.
Los relucientes bustos, cascos, cuencos, poporos, narigueras, orejeras, collares y recipientes antropomorfos, labrados en el metal rey o en aleaciones con plata y cobre -lo que se llama tumbaga- son obras maestras de excepcional calidad artística y técnica. Se diría que no les falta sino hablar y cantar.
Rebajarlos a la cotización del material con que fueron hechos equivaldría a apreciar el sol por las fotos que se le pueden tomar. Según especialistas entrevistados la semana pasada en el Segmento Temático del noticiero radial Análisis UNAL, las figuras pertenecen al período Quimbaya clásico o temprano, del año 500 antes de nuestra era.
Estos artistas habrían desaparecido en el siglo VI de la era actual y fueron relevados por los quimbayas tardíos que habitaban la zona a la llegada de los españoles. Al parecer no hubo conexión entre unos y otros. Así pues, que ni tesoro ni quimbaya. Estas dos denominaciones serían simples anacronismos, palabras no conformes con el espíritu de su época.
La colección estaba enterrada en dos tumbas de Filandia, Quindío, desde hace dos milenios y medio. Se había salvado del ansia de los guaqueros que podían quedarse con lo que encontraran según una ley vigente. Era el ajuar de no se sabe qué personalidades de esa época casi mítica. Constituía un lenguaje de nuestros antepasados para conversar con la muerte por los siglos de los siglos.
Se llevaron las respuestas de la muerte a quién sabe qué parajes, donde nos aguardan a todos. Nos dejaron su rastro, hecho de figuras parecidas a ellos, bajos de estatura, atléticos, vestidos en sus orejas, narices y pechos con el metal más parecido al sol. Y proveídos de poporos donde guardar la cal, esa aliada secreta de sus medicinas.
¿De dónde obtuvieron los materiales para elaborar su pequeña estatuaria? No de los desiertos árabes ni de las llanuras norteamericanas ni de las montañas asiáticas. Examinaron su territorio que es hoy nuestro territorio, subieron su mirada a las mismas estrellas que vemos titilar y traspusieron sus almas a obras de arte que vivifican a distancia nuestra imaginación.
Por eso los necesitamos aquí, no en España. Porque aquí sí podríamos convertir su colección en tesoro e inyectarle sangre y fuego a la realidad quimbaya.
Arqueólogos y antropólogos colombianos afirman que no es bueno hablar de “tesoro” quimbaya para referirse a las 122 piezas de orfebrería precolombina, regaladas a España en secreto y sin requisitos de ley a finales del XIX. Opinan que es mejor llamarlas “colección”.
El primer término aludiría a su valor económico. Sería como decir que las esculturas valen lo que pesan en oro, y que se podrían fundir en lingotes para aumentar las reservas de oro de la nación. Algo parecido a lo que sucede con el peso específico del cargamento a bordo del Galeón San José, que es mirado con ganas por indígenas actuales de otros países suramericanos.
Los relucientes bustos, cascos, cuencos, poporos, narigueras, orejeras, collares y recipientes antropomorfos, labrados en el metal rey o en aleaciones con plata y cobre -lo que se llama tumbaga- son obras maestras de excepcional calidad artística y técnica. Se diría que no les falta sino hablar y cantar.
Rebajarlos a la cotización del material con que fueron hechos equivaldría a apreciar el sol por las fotos que se le pueden tomar. Según especialistas entrevistados la semana pasada en el Segmento Temático del noticiero radial Análisis UNAL, las figuras pertenecen al período Quimbaya clásico o temprano, del año 500 antes de nuestra era.
Estos artistas habrían desaparecido en el siglo VI de la era actual y fueron relevados por los quimbayas tardíos que habitaban la zona a la llegada de los españoles. Al parecer no hubo conexión entre unos y otros. Así pues, que ni tesoro ni quimbaya. Estas dos denominaciones serían simples anacronismos, palabras no conformes con el espíritu de su época.
La colección estaba enterrada en dos tumbas de Filandia, Quindío, desde hace dos milenios y medio. Se había salvado del ansia de los guaqueros que podían quedarse con lo que encontraran según una ley vigente. Era el ajuar de no se sabe qué personalidades de esa época casi mítica. Constituía un lenguaje de nuestros antepasados para conversar con la muerte por los siglos de los siglos.
Se llevaron las respuestas de la muerte a quién sabe qué parajes, donde nos aguardan a todos. Nos dejaron su rastro, hecho de figuras parecidas a ellos, bajos de estatura, atléticos, vestidos en sus orejas, narices y pechos con el metal más parecido al sol. Y proveídos de poporos donde guardar la cal, esa aliada secreta de sus medicinas.
¿De dónde obtuvieron los materiales para elaborar su pequeña estatuaria? No de los desiertos árabes ni de las llanuras norteamericanas ni de las montañas asiáticas. Examinaron su territorio que es hoy nuestro territorio, subieron su mirada a las mismas estrellas que vemos titilar y traspusieron sus almas a obras de arte que vivifican a distancia nuestra imaginación.
Por eso los necesitamos aquí, no en España. Porque aquí sí podríamos convertir su colección en tesoro e inyectarle sangre y fuego a la realidad quimbaya.