Parece el nombre de una enfermedad. “Te diagnosticaron una epanadiplosis?, ¡qué horror!”. Pero no, no se trata de ningún tumor que hará explosión. Es más inocente, difícilmente imaginable. A nadie se le ocurriría que fuera una figura retórica, pero así es.
La epanadiplosis es un artificio que consiste en comenzar y terminar un verso o una frase con la misma palabra. “Verde que te quiero verde”, como en el romance de García Lorca, tal vez el caso más conocido en estas excolonias españolas.
La palabreja viene del griego e incluye el prefijo ana, que significa repetición o reduplicación. Facilita la rima, ajusta la métrica. También sirve para que nadie se acuerde de su existencia ni de su servicio al lenguaje. Este es el destino de prácticamente todas las figuras retóricas. Merecerá un premio quien acierte con asíndeton, prolepsis o hipálage.
El premio podría ser –¡cómo no!– una empanada. Sería lógico, pues como indica el título de esta columna, del matrimonio entre una empanada y una epanadiplosis saldría una empanadiplosis.
Este nuevo engendro verbal sonaría a atragantamiento a causa de la ingesta exagerada de envoltorios de arroz, carne o pollo dentro de una masa de pan. Todo con ají, por supuesto.
No es casual que Matador y sus colegas caricaturistas hayan dibujado a los policías que multan a los compradores de empanadas como globos humanos. Redondos, igual que Maduro o Duque. Los guardianes del orden han contraído empanadiplosis a consecuencia de las coimas cobradas a los malhechores hambrientos.
En cada esquina o parque, a la salida de los colegios, donde haya oficinas públicas con filas callejeras inmarcesibles, los agentes se van rellenando de empanadas. De esta forma, en cuestión de pocas semanas contraen la fatal hinchazón, conocida en los vademécums de los médicos como empanadiplosis.
Este hartazgo, por fortuna, tiene remedio. Una de las corrientes de la farmacopea dictamina que, para contrarrestar una enfermedad, lo mejor es suministrar pequeñas dosis del mismo mal con el fin de estimular las defensas naturales del organismo. Así que, para una figura retórica, otra figura retórica. En este caso, contra la empanadiplosis viene bien un anacoluto.
La academia callejera de la lengua dice que ocurre anacoluto cuando alguien deja una frase colgada de la brocha. Es decir, cuando no la completa y salta a la siguiente como si no pasara nada. Es un error, por supuesto, pero a veces se convierte en figura retórica, pertinente para dar a entender el sentido de lo que no se dijo. ¿Ha oído usted al doctor Hernán Peláez comentando noticias en radio? Pica por aquí, rebota por allá y la gente imagina la omisión con picardía.
Así pues, los guardias regordetes por culpa de la empanadiplosis podrían regresar a sus uniformes esbeltos si los políticos que redactan los códigos de Policía cometieran anacolutos. Si brincaran por encima de parágrafos que los dejan en ridículo, de incisos que mortifican a un pueblo ducho en picardías.
Parece el nombre de una enfermedad. “Te diagnosticaron una epanadiplosis?, ¡qué horror!”. Pero no, no se trata de ningún tumor que hará explosión. Es más inocente, difícilmente imaginable. A nadie se le ocurriría que fuera una figura retórica, pero así es.
La epanadiplosis es un artificio que consiste en comenzar y terminar un verso o una frase con la misma palabra. “Verde que te quiero verde”, como en el romance de García Lorca, tal vez el caso más conocido en estas excolonias españolas.
La palabreja viene del griego e incluye el prefijo ana, que significa repetición o reduplicación. Facilita la rima, ajusta la métrica. También sirve para que nadie se acuerde de su existencia ni de su servicio al lenguaje. Este es el destino de prácticamente todas las figuras retóricas. Merecerá un premio quien acierte con asíndeton, prolepsis o hipálage.
El premio podría ser –¡cómo no!– una empanada. Sería lógico, pues como indica el título de esta columna, del matrimonio entre una empanada y una epanadiplosis saldría una empanadiplosis.
Este nuevo engendro verbal sonaría a atragantamiento a causa de la ingesta exagerada de envoltorios de arroz, carne o pollo dentro de una masa de pan. Todo con ají, por supuesto.
No es casual que Matador y sus colegas caricaturistas hayan dibujado a los policías que multan a los compradores de empanadas como globos humanos. Redondos, igual que Maduro o Duque. Los guardianes del orden han contraído empanadiplosis a consecuencia de las coimas cobradas a los malhechores hambrientos.
En cada esquina o parque, a la salida de los colegios, donde haya oficinas públicas con filas callejeras inmarcesibles, los agentes se van rellenando de empanadas. De esta forma, en cuestión de pocas semanas contraen la fatal hinchazón, conocida en los vademécums de los médicos como empanadiplosis.
Este hartazgo, por fortuna, tiene remedio. Una de las corrientes de la farmacopea dictamina que, para contrarrestar una enfermedad, lo mejor es suministrar pequeñas dosis del mismo mal con el fin de estimular las defensas naturales del organismo. Así que, para una figura retórica, otra figura retórica. En este caso, contra la empanadiplosis viene bien un anacoluto.
La academia callejera de la lengua dice que ocurre anacoluto cuando alguien deja una frase colgada de la brocha. Es decir, cuando no la completa y salta a la siguiente como si no pasara nada. Es un error, por supuesto, pero a veces se convierte en figura retórica, pertinente para dar a entender el sentido de lo que no se dijo. ¿Ha oído usted al doctor Hernán Peláez comentando noticias en radio? Pica por aquí, rebota por allá y la gente imagina la omisión con picardía.
Así pues, los guardias regordetes por culpa de la empanadiplosis podrían regresar a sus uniformes esbeltos si los políticos que redactan los códigos de Policía cometieran anacolutos. Si brincaran por encima de parágrafos que los dejan en ridículo, de incisos que mortifican a un pueblo ducho en picardías.