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Esta semana ha marcado un punto alto en el desasosiego frente al futuro colectivo. Al temor instaurado por los sucesos y pronósticos relacionados con el medio ambiente, se sumó la zozobra sobre el destino político, no solo de la primera potencia mundial sino de la democracia planetaria misma.
Se ha dicho que las nuevas generaciones están descreídas de las instituciones que por siglos han mantenido un equilibrio, así sea precario, en los asuntos públicos. Pues ahora este desánimo se ha ampliado a campos que tocan la sustancia misma de la permanencia del hombre en la tierra.
¿Para qué vivir? ¿Qué sentido tiene estudiar para trabajar, y trabajar para acumular una historia de rutina y sumisión? ¿Para qué traer hijos a este mundo sin rumbo y sin visiones de cambio? ¿Acaso el amor de pareja no está condenado a esporádicos encuentros de fin de semana, sin ninguna perspectiva de largo plazo?
Los filósofos del existencialismo y del escepticismo, que lanzaron sus teorías hace un siglo en Europa, están viendo desde ultratumba que estas llegaron a terreno fértil en las más recientes hornadas de niños y jóvenes. Y parece que nadie les enseñó a estos aquellas visiones afligidas. Simplemente nacieron con ellas, y las hicieron propias porque la realidad misma se las impuso.
Como si lo anterior fuera poco, los huracanes cada vez más frecuentes y destructivos, las inundaciones que arruman carros como si fueran de juguete, las sequías en el río padre del planeta, añaden terror en las mentes decepcionadas. La catástrofe generalizada abruma a la nueva humanidad.
Los científicos intentan explicar la racionalidad de lo que ocurre. Los intelectuales escriben libros que son leídos como si pertenecieran a la tendencia de la nueva era. Los líderes religiosos se notan cansados de repetir una doctrina que los siglos han vaciado de credibilidad y eficacia.
Y los políticos, ¡ah, los políticos!, continúan en su rebatiña de puestos, contratos y prebendas, como si el mundo no se estuviera dirigiendo hacia la extinción del sentido de la vida en sociedad. Por todos lados hacen agua los arquetipos y corporaciones que cumplieron durante eras el oficio de conducir el buen vivir de las gentes.
Hoy reinan el descreimiento y el desánimo. Las recetas antiguas caducaron, los pontífices ya no pontifican, los mandatarios ignoran por cuáles cauces se está despeñando la grey que hasta hace poco reproducía, callaba y se conformaba. Y en ausencia de horizontes surgen las miopías. Quienes no hace tanto proclamaron el triunfo universal del capitalismo liberal, hoy agachan la cabeza y reconocen su fracaso. Sin saber, eso sí, cuál es el siguiente paso que dará la especie inteligente y sensitiva.
Habrá que acudir entonces a esas gentes conectadas con la savia profunda de la realidad, con aquellos que más que saber intuyen y que convierten sus visiones en cantos desde la vida profunda. Habrá que estar atentos a la voz de los poetas.