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Faltando poco más de un año para la celebración del medio siglo del Teatro La Libélula Dorada, murió este 7 de noviembre el mayor de sus fundadores. Tanto César como su hermano menor, Iván, parecían eternos, igual que sus títeres, clavados en la sensibilidad de muchos niños que hoy son todavía inmortales.
Tato y Tito, Dedosligeros, los piratas de la isla Acracia y el capitán del gran buque, brujas y duendes varios, forman parte del elenco perpetuo que este grupo ha sabido instalar entre risas en el espíritu de varias generaciones.
Las figuras mismas de los dos titiriteros siempre han sido parte integrante de sus obras. Chivera y barba pobladas, largas melenas blancas, era fácil reconocerlos por las calles. Su sede, en el Chapinero de la carrera 19 con 51, se convirtió en estandarte variopinta de una zona apacible.
En el escenario solían usar altos sombreros. En el caso de César, el movimiento lateral de la cabeza, propio de los títeres, se le convirtió en gesto permanente de su vida real. Es difícil encontrar en el gremio teatral unos protagonistas tan consustanciados con los artistas de trapo cosidos por ellos mismos.
Conformaban una dupla artística que el público identificó con un nombre colectivo: los libélulos. Por fortuna lograron crear escuela, con certámenes como los festivales de danza contemporánea, de música y, sobre todo, el internacional de títeres Manuelucho.
De ahí que el día del homenaje frente al ataúd de César, en la sala de presentaciones con cien sillas, decenas de seguidores ingresaron cantando los estribillos de sus diferentes obras y blandiendo los títeres y muñecos de siempre. Eran los seguros continuadores de La Libélula, ahora bajo la dirección única de Iván, quien sigue invitando a la imaginación y fantasía.
Desde 1976 los libélulos han marcado un trazo de vida y de trabajo ejemplar. En un país con pobre apoyo para la cultura, más pobre aún para el teatro y más todavía para un juego de trapo dirigido a los niños, esta compañía lúdica trabajó desde el inicio literalmente con las uñas, consiguió una gran casa como sede propia y cultivó un público que repetía varias veces cada obra.
Desde aquella época entre siglos, los nuevos padres llevan a sus hijos a este espectáculo hipnótico y risueño. Y a medida que los niños crecen quieren repetir y repetir cada función, pues nadie es más fiel al llamado de su corazón que los recién llegados a esta vida árida y cada vez más hosca.
Los personajes de algodón y andrajos, movidos por brazos ocultos, cobran vida en la mente del público inocente, porque llegan con sus músicas y cadencias recordables, lo mismo que con sus picardías que convocan la complicidad de la risa. Así pues, los libélulos habrían de ser reconocidos como patrimonio histórico de la infancia de Colombia.
Es que Iván —ahora desde el cielo de los niños— y César Álvarez se han ganado el alma de nuestra pequeña humanidad durante el último medio siglo de una historia desalmada.