La universidad debe ser autónoma, pero no puede ser soberana. En Colombia, el artículo 69 de la Constitución establece la autonomía universitaria, pero su objetivo no es garantizar abusos, ni corregir errores, ni consolidar aciertos, sino proteger las libertades de cátedra, enseñanza y opinión.
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La universidad debe ser autónoma, pero no puede ser soberana. En Colombia, el artículo 69 de la Constitución establece la autonomía universitaria, pero su objetivo no es garantizar abusos, ni corregir errores, ni consolidar aciertos, sino proteger las libertades de cátedra, enseñanza y opinión.
La educación superior no puede estar sujeta a la interferencia de centros de poder ajenos al proceso formativo. Por eso la universidad es autónoma para definir su posición doctrinaria, su organización interna, su proyecto educativo, pero no para que sus directivos y administradores hagan lo que tengan a bien. La Corte Constitucional ha dicho que la autonomía “se admite de acuerdo a determinados parámetros que la Constitución establece, constituyéndose, entonces, en una relación derecho-deber, lo cual implica una ambivalente reciprocidad por cuanto su reconocimiento y su limitación están en la misma Constitución” (Sentencia T-515/95).
La Universidad Nacional de Colombia (UN) hace parte de una sociedad diversa, gobernada por un Estado de derecho en cuyos fundamentos subyace el principio democrático del control. En efecto, el artículo 189 superior entrega la inspección y vigilancia de la educación al presidente de la República: la inspección supone que el Gobierno puede examinar hasta el detalle la información que requiera sobre la situación interna de la universidad; la vigilancia consiste en velar porque en la universidad se preste bien el servicio educativo y en supervisar o sugerir los correctivos que ayuden a solventar las situaciones críticas. Eso es lo que tendrá que hacer el ministro ad hoc, según el decreto respectivo.
Las decisiones del Consejo Superior Universitario (CSU) están limitadas por el derecho a la educación de los estudiantes. Su gestión supone mantener los equilibrios institucionales y respetar un derecho superior que la Constitución garantiza a la comunidad estudiantil. Es más, si fenómenos imponderables hacen colapsar la prestación del servicio, el CSU debe conciliar el sentido de las normas con las expresiones del suceso fáctico, buscar soluciones transaccionales y, si es preciso, adaptar la normatividad a las nuevas realidades. Los hechos son tozudos.
Razona bien el Ministerio de Educación cuando adjudica la parálisis de la UN a la falta de disposición para el diálogo. Las determinaciones del CSU —acertadas o no— fueron desbordadas con creces por los hechos. El gobierno universitario se convirtió en un botín de guerra y las diferencias de criterio en el mismo seno del CSU se volvieron denuncias penales. Independientemente de lo que mañana decidan los jueces, ni el Gobierno nacional ni el país pueden ser indiferentes hoy frente a la crisis.
Desde la sociedad civil, los egresados de la UN pidieron, sin éxito, serenidad y apertura al diálogo. El ingeniero Ismael Peña, el abogado Leopoldo Múnera y los miembros del CSU se volvieron pesos muertos de una situación enrarecida y descompuesta, con la Ciudad Universitaria en poder de grupos violentos. Es evidente que los protagonistas de la crisis no están en condiciones de resolverla. Es dramático: dicen defender la autonomía, pero encarcelan a la universidad en los mismos muros que protegen sus intereses de grupo.