La muerte de las democracias y el nacimiento de las dictaduras son las dos caras de la misma moneda. Pero, como dice la periodista brasileña Eliane Brum, los golpes contra la democracia ya no se hacen sacando tanques a la calle. Basta violar los principios jurídicos que inspiran el Estado de derecho, mientras se proclama respeto al texto de las normas. Es un fenómeno que los juristas denominan fraude de ley.
En su bien conocido libro sobre estos temas, Cómo mueren las democracias, los profesores de ciencia política Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard, analizan tres factores que empujan la democracia hacia el colapso y abren la puerta hacia la dictadura: (i) el fraude de ley, es decir, utilizar la autoridad para restringir libertades, cumpliendo el texto legal, pero violando su espíritu. (ii) La negación de la legitimidad del competidor, es decir, hacer del adversario un enemigo y luego tratarlo como terrorista, criminal y mafioso. (iii) La intolerancia que amenaza con aplicar la fuerza, lo cual siembra y hace brotar la semilla autoritaria.
El presidente de México suele decir que sus adversarios están moralmente derrotados. El Gobierno colombiano hace lo mismo. Un jefe de Estado debe garantizar la convivencia, no excitar los conflictos. Cualquiera de los más conspicuos presidentes colombianos —los Lleras o Echandía, López Michelsen o Turbay Ayala, Virgilio Barco o Belisario Betancur— estaría dialogando hoy con los distintos candidatos presidenciales cuantas veces fuere necesario para bajar la temperatura política, evitar la polarización social y procurar acuerdos de mínimos. Pero eso demanda una dimensión de estadista bien escasa en estos momentos.
Ziblatt y Levitsky e incluso otros especialistas responsabilizan a Trump de convalidar en el hemisferio una curiosa forma de populismo que no viola ley, pero tampoco la cumple. Es la más peligrosa de todas: desprecia las normas y construye autoritarismo desde el interior del Estado de derecho. Politiza la fuerza pública, como hizo Chávez en Venezuela y está haciendo Duque en Colombia. Coopta los órganos de control, incluyendo al Congreso: lo hizo Maduro al convocar la Constituyente para destituir al Congreso y lo hace Duque al modificar la Ley de Garantías Electorales a través de la Ley de Presupuesto. No es gratuito que la procuradora funja de juez, suspendiendo alcaldes, sin tener competencia jurídica para ello.
Daniel Innerarity se pregunta si uno de los graves problemas del momento no sería que la democracia necesita unos actores que ella misma se encuentra en incapacidad de producir. Es posible. En Colombia nos falta ciudadanía participante y activa, pero nos sobra dirigencia inepta, con ínfulas de una solvencia que no tiene y sin experiencia en el manejo del Estado. No es la inteligencia, ni la imaginación, ni siquiera las emociones, sino las pasiones —sobre todo negativas— las que están manejando, hoy, la psicología de los grupos sociales.
La muerte de la democracia y el nacimiento de la dictadura son fenómenos consecuenciales. En el caso gringo, parecería que la fortaleza de sus instituciones frenó la idea golpista de Trump, pero en el resto de América los populismos han sustituido progresivamente la cultura de la democracia. Colombia lleva más de 100 años construyéndola, pero en un solo cuatrienio está asistiendo a su dramática ruina. Es cuando nacen las dictaduras.
La muerte de las democracias y el nacimiento de las dictaduras son las dos caras de la misma moneda. Pero, como dice la periodista brasileña Eliane Brum, los golpes contra la democracia ya no se hacen sacando tanques a la calle. Basta violar los principios jurídicos que inspiran el Estado de derecho, mientras se proclama respeto al texto de las normas. Es un fenómeno que los juristas denominan fraude de ley.
En su bien conocido libro sobre estos temas, Cómo mueren las democracias, los profesores de ciencia política Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard, analizan tres factores que empujan la democracia hacia el colapso y abren la puerta hacia la dictadura: (i) el fraude de ley, es decir, utilizar la autoridad para restringir libertades, cumpliendo el texto legal, pero violando su espíritu. (ii) La negación de la legitimidad del competidor, es decir, hacer del adversario un enemigo y luego tratarlo como terrorista, criminal y mafioso. (iii) La intolerancia que amenaza con aplicar la fuerza, lo cual siembra y hace brotar la semilla autoritaria.
El presidente de México suele decir que sus adversarios están moralmente derrotados. El Gobierno colombiano hace lo mismo. Un jefe de Estado debe garantizar la convivencia, no excitar los conflictos. Cualquiera de los más conspicuos presidentes colombianos —los Lleras o Echandía, López Michelsen o Turbay Ayala, Virgilio Barco o Belisario Betancur— estaría dialogando hoy con los distintos candidatos presidenciales cuantas veces fuere necesario para bajar la temperatura política, evitar la polarización social y procurar acuerdos de mínimos. Pero eso demanda una dimensión de estadista bien escasa en estos momentos.
Ziblatt y Levitsky e incluso otros especialistas responsabilizan a Trump de convalidar en el hemisferio una curiosa forma de populismo que no viola ley, pero tampoco la cumple. Es la más peligrosa de todas: desprecia las normas y construye autoritarismo desde el interior del Estado de derecho. Politiza la fuerza pública, como hizo Chávez en Venezuela y está haciendo Duque en Colombia. Coopta los órganos de control, incluyendo al Congreso: lo hizo Maduro al convocar la Constituyente para destituir al Congreso y lo hace Duque al modificar la Ley de Garantías Electorales a través de la Ley de Presupuesto. No es gratuito que la procuradora funja de juez, suspendiendo alcaldes, sin tener competencia jurídica para ello.
Daniel Innerarity se pregunta si uno de los graves problemas del momento no sería que la democracia necesita unos actores que ella misma se encuentra en incapacidad de producir. Es posible. En Colombia nos falta ciudadanía participante y activa, pero nos sobra dirigencia inepta, con ínfulas de una solvencia que no tiene y sin experiencia en el manejo del Estado. No es la inteligencia, ni la imaginación, ni siquiera las emociones, sino las pasiones —sobre todo negativas— las que están manejando, hoy, la psicología de los grupos sociales.
La muerte de la democracia y el nacimiento de la dictadura son fenómenos consecuenciales. En el caso gringo, parecería que la fortaleza de sus instituciones frenó la idea golpista de Trump, pero en el resto de América los populismos han sustituido progresivamente la cultura de la democracia. Colombia lleva más de 100 años construyéndola, pero en un solo cuatrienio está asistiendo a su dramática ruina. Es cuando nacen las dictaduras.