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El biólogo español Javier Sampedro, quien además es columnista del diario El País de Madrid, escribió (enero 21/25) que cuando alguien tiene la fortuna de Elon Musk, resulta natural confundir la moral con una enfermedad psiquiátrica. De seguro tiene razón, pero ese tipo de fulanos que hoy acaparan el Gobierno de Estados Unidos no son nuevos en el matonismo diplomático norteamericano ni en su plutocracia, ahora reforzada por Trump.
Los colonos ingleses que viajaron a Norteamérica en medio de los conflictos religiosos de su madre patria trajeron consigo la versión puritana de un calvinismo fanático. Se sintieron el pueblo elegido por Dios para la conquista de nuevos territorios que fueron ocupando hacia el oeste y hacia el sur, sin ningún respeto por los pueblos aborígenes, a quienes exterminaron casi por completo. Así nació la teoría del “destino manifiesto”, entendida como asignación de la Providencia para extenderse por el continente.
El origen religioso de semejante doctrina sirvió a los gringos para construir su imagen de defensores de un concepto universal de moral política: el suyo propio. En él subyace la idea calvinista de la predestinación, que legitima el enriquecimiento sin límites y desconoce principios solidarios. En ese marco actúan los gringos, desde los primeros colonos hasta hoy. Ese fue el común denominador de la doctrina Monroe; del anexionismo de McKinley; del big stick del primer Roosvelt; de la doctrina Truman; de “la guerra galáctica” de Reagan; del unilateralismo intimidante de Trump.
Colombia recuerda aún el zarpazo de “I took Panamá” frente al cual hubo múltiples protestas en el Gobierno, en el Congreso, en la prensa, en la calle. Pero ahora que Trump reedita esa vieja política de abusos, no pocos colombianos rasgan sus vestiduras cuando algún desadaptado las pone de presente. No es fácil establecer quién es mejor o peor entre un desadaptado y un adaptado. Han cambiado tanto entre nosotros el sentido jurídico de la autonomía y el significado político del Estado de derecho, que terminamos aceptando la hibris de los gringos y asordinando su atrevido respaldo a las dictaduras del Caribe y del cono sur, a las torturas en Guantánamo, a la invasión a Panamá que, más allá de las razones alegadas, recuerda las sinrazones de cualquier invasión militar a otro país, ordenada por una democracia y toda esa larga cadena de acontecimientos que ha dejado en la región una impronta de amenazas y un sabor a despojo.
Pero no se puede —ni se debe— tapar el sol con la mano. Más allá de las desmesuras ofensivas de Trump y de las reacciones pendencieras de Petro, la visión recuperada y defendida por el actual gobierno norteamericano pone en evidencia su connotación plutocrática. Trump privilegia el dinero sobre la política y el derecho de la fuerza sobre la fuerza del derecho. Eso es un ultraje al mundo jurídico. Nuestra América Ibérica tendría mucho por decir, si fuese capaz de hallar consensos mínimos en medio de este matonismo de las potencias que quieren convertir, otra vez, la guerra en una forma natural de hacer la política.