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¿La derrota de Occidente?

Augusto Trujillo Muñoz
20 de diciembre de 2024 - 05:00 a. m.
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En 1918, cuando apenas terminaba la primera guerra europea, el pensador alemán Oswald Spengler escribió La decadencia de Occidente. Aquel tiempo trajo un dinámico ascenso de las masas y una sensación de aniquilamiento del universalismo eurocéntrico. Spencer hizo suyo el sentimiento de desesperanza que invadió a las élites de Europa.

Sin embargo, fenómenos como la gran depresión de los años treinta y la segunda posguerra abrieron los ojos de Occidente hacia la construcción del Estado de bienestar y los de Europa hacia la paz. En ambos propósitos obtuvo relativo éxito. Cien años después de Spengler, el filósofo iraní, Ramin Jahanbegloo, profesor en Toronto, publicó su libro El declive de la civilización, donde afirma que Occidente y el mundo en general padecen hoy una grave dolencia que él llama “des-civilización”. La civilización supone empatía y reconocimiento del otro. La des-civilización es la pérdida de esos valores hasta el punto de repudiar la empatía necesaria para el reconocimiento del otro. Esa vía, por supuesto, conduce a la barbarie.

Cuando se produjo la implosión soviética, Occidente quiso ver el “fin de la historia” pero, más bien, era su deseo de congelarla. Es lo que ocurre cuando las sociedades envejecen. Ahora, el historiador francés, Emmanuel Todd, publicó La derrota de Occidente. A su juicio el mundo asiste a la paradoja de la expansión de un Occidente que se marchita. En ese marco, Estados Unidos está actuando como un país proclive a la violencia. En 2003 invadió a Irak en términos que, según Kofi Annan, secretario de las Naciones Unidas, violaba la Carta de la ONU. Ahora hace lo mismo en el Oriente Medio: “Ante una guerra en la que sobre todo mueren civiles, se alinea a favor de agravar el conflicto”.

Todd recoge la tesis de que el protestantismo calvinista empoderó al mundo anglosajón con la semilla de la desigualdad. Por un lado, separó a los elegidos -los blancos-, y por otro, a los condenados -los negros- para que la igualdad prevaleciera entre aquellos. En Estados Unidos racismo y protestantismo no fueron variantes separadas. El confinamiento de los negros es  una condena protestante. En términos de Todd, el protestantismo negro institucionalizó también, a su manera, la diferencia racial.

Para los anglosajones la relación entre racismo y religión deriva en gran medida de valores religiosos, pero la evanescencia del protestantismo clásico les afecta su confianza colectiva. Por eso traslucen un sentimiento de inseguridad que se satisface, por ejemplo, con pertenecer a la OTAN, o con fortalecerla para protegerse de una amenaza exterior inexistente. Mientras tanto abrazan posiciones nihilistas que Todd define como “un amoralismo derivado de la ausencia de valores”. Un mundo en tales condiciones termina derrotado por sí mismo.

El protestantismo es más bien ajeno en media Europa y en casi toda la América Ibérica. ¿Qué pueden hacer una y otra, o ambas, para garantizar inclusión en sus países e incorporar el consenso en su cultura democrática? Ante todo, aproximarse y buscar coincidencias en medio de su diversidad; y el mundo ibérico, unirse a través de un diálogo creador.

Nota: Feliz navidad a todos los lectores de El Espectador. Esta columna volverá a publicarse a finales de enero.

 

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