Hace 105 años se reunió en Moscú una organización denominada la Internacional Comunista, con el propósito de agrupar a los partidos de ese signo y unificar sus propósitos con proyección global. La Internacional creció en el período de entreguerras, pero al estallar la segunda conflagración se disolvió, pues la Unión Soviética y la Gran Bretaña combatieron unidas al Tercer Reich alemán. Finalmente, la victoria aliada enterró los fascismos y, décadas más tarde, el colapso del muro enterró los comunismos.
A lo largo del siglo XX, Europa decidió mirarse con nuevos ojos y construyó la Unión Europea (UE) como institucionalidad supranacional capaz de consolidar su unidad en medio de sus diferencias. Este es el mejor ensayo hacia un horizonte de paz universal, proyectada desde el Estado de derecho y desde una Europa que, después de haber sido guerrera, decidió apostarle a la concordia. Por desgracia, los populismos que se vienen apropiando del siglo XXI le están jugando una mala pasada a lo que ha sido el mejor ensayo de convivencia de los tiempos modernos.
Hoy ha resurgido el viejo lenguaje de La Internacional, pero con otro ropaje. No se origina en las mismas ideas de hace cien años, ni siquiera en otras similares. Su vocación actual no es internacionalista, pero su talante sí. Suscribe unos nacionalismos híspidos y erizados que expresan posturas racistas, rechazo a los migrantes, negación frente al cambio climático, en términos que los identifican con los viejos comunismos y fascismos.
Esta nueva internacional tiene una visión del Estado de derecho que reduce su dimensión institucional y proclama la exclusión social. La Agrupación Nacional francesa, por ejemplo, defendió que, si usted no es francés, así sea europeo, no es bienvenido a trabajar en Francia. El trabajo allí es para los franceses. Son partidos y plataformas antieuropeas de carácter autocrático que se proclaman nacionalistas, pero ejercen como internacionalistas. En España, el nacionalismo antieuropeista de Vox quiere amarrar a esta América con su demagógico nudo gordiano.
El siglo XXI se anunció como el de la globalización, pero está produciendo un resurgir de los nacionalismos. Puede ser que la creciente insatisfacción social, originada en el crecimiento desaforado de la riqueza, la desigualdad y la exclusión, fomente y estimule los sentimientos patrióticos. El “America first” de Trump se replica en otros países y continentes por otros nacionalismos cada vez más hirsutos, pero también más sorprendentes porque buscan consolidarse en términos internacionales: Viktor Orbán visita Rusia y China, Santiago Abascal invita a Milei y Le Pen, Steve Bannon extiende sus tentáculos por encima de las fronteras.
Recientemente, el Tribunal de Justicia Europeo impuso una fuerte multa a Hungría porque su Gobierno desconoce la normatividad vigente sobre asilo y migración. Ahora Orbán preside temporalmente el Consejo Europeo, del cual recibió sanciones por poner en peligro el Estado de derecho en su país. En la historia de la Unión Europea nunca se había registrado el tipo de conflictos que están desatando estos populismos de hoy, que son la nueva versión de los comunismos y fascismos de hace cien años. Con razón suele decirse que los extremos se tocan e incluso que se identifican.
Hace 105 años se reunió en Moscú una organización denominada la Internacional Comunista, con el propósito de agrupar a los partidos de ese signo y unificar sus propósitos con proyección global. La Internacional creció en el período de entreguerras, pero al estallar la segunda conflagración se disolvió, pues la Unión Soviética y la Gran Bretaña combatieron unidas al Tercer Reich alemán. Finalmente, la victoria aliada enterró los fascismos y, décadas más tarde, el colapso del muro enterró los comunismos.
A lo largo del siglo XX, Europa decidió mirarse con nuevos ojos y construyó la Unión Europea (UE) como institucionalidad supranacional capaz de consolidar su unidad en medio de sus diferencias. Este es el mejor ensayo hacia un horizonte de paz universal, proyectada desde el Estado de derecho y desde una Europa que, después de haber sido guerrera, decidió apostarle a la concordia. Por desgracia, los populismos que se vienen apropiando del siglo XXI le están jugando una mala pasada a lo que ha sido el mejor ensayo de convivencia de los tiempos modernos.
Hoy ha resurgido el viejo lenguaje de La Internacional, pero con otro ropaje. No se origina en las mismas ideas de hace cien años, ni siquiera en otras similares. Su vocación actual no es internacionalista, pero su talante sí. Suscribe unos nacionalismos híspidos y erizados que expresan posturas racistas, rechazo a los migrantes, negación frente al cambio climático, en términos que los identifican con los viejos comunismos y fascismos.
Esta nueva internacional tiene una visión del Estado de derecho que reduce su dimensión institucional y proclama la exclusión social. La Agrupación Nacional francesa, por ejemplo, defendió que, si usted no es francés, así sea europeo, no es bienvenido a trabajar en Francia. El trabajo allí es para los franceses. Son partidos y plataformas antieuropeas de carácter autocrático que se proclaman nacionalistas, pero ejercen como internacionalistas. En España, el nacionalismo antieuropeista de Vox quiere amarrar a esta América con su demagógico nudo gordiano.
El siglo XXI se anunció como el de la globalización, pero está produciendo un resurgir de los nacionalismos. Puede ser que la creciente insatisfacción social, originada en el crecimiento desaforado de la riqueza, la desigualdad y la exclusión, fomente y estimule los sentimientos patrióticos. El “America first” de Trump se replica en otros países y continentes por otros nacionalismos cada vez más hirsutos, pero también más sorprendentes porque buscan consolidarse en términos internacionales: Viktor Orbán visita Rusia y China, Santiago Abascal invita a Milei y Le Pen, Steve Bannon extiende sus tentáculos por encima de las fronteras.
Recientemente, el Tribunal de Justicia Europeo impuso una fuerte multa a Hungría porque su Gobierno desconoce la normatividad vigente sobre asilo y migración. Ahora Orbán preside temporalmente el Consejo Europeo, del cual recibió sanciones por poner en peligro el Estado de derecho en su país. En la historia de la Unión Europea nunca se había registrado el tipo de conflictos que están desatando estos populismos de hoy, que son la nueva versión de los comunismos y fascismos de hace cien años. Con razón suele decirse que los extremos se tocan e incluso que se identifican.