“Se necesita decoro aún para llorar” - Eduardo Escobar.
Eduardo Escobar, a mi juicio el más importante prosista de los que integraron el movimiento nadaísta, y uno de los mejores escritores colombianos, acaba de dar a luz, editado por Eafit, sus Cabos sueltos, en el que no solo ata cabos, sino que desnuda el alma y nos cuenta paso a paso, página a página, la historia de ese niño tímido y flaco que una vez quiso ser seminarista para salvar al mundo y que, de pronto, se topó con las palabras y ya nunca se pudo desprender de ellas. Su propia historia.
Nos conocimos en pleno nadaísmo. Mi mamá era la confidente, amiga y cómplice de Gonzalo Arango, el profeta. Fueron muchas las veces que nos reunimos en su cueva, en la que resplandecían las velas, el pelo rojo de Angelita, una inglesita taimada que le sorbió el seso y lo ahuevó, y sobre todo, brillaban las palabras de Gonzalo. En ese ambiente casi místico de pobreza e intelectualidad, cada palabra tenía un significado diferente, como una gota vertical y filuda que cae sobre el zinc.
Muere Gonzalo en accidente absurdo. Su última palabra fue “mierda” y fue profética porque todos sus amigos y discípulos quedamos hechos mierda. Al comienzo de ese duelo en que la nada era el eje, nos reuníamos en mi casita de la 127... y todo era lamento gaseoso. Un día se me salió el borderline que me acompaña siempre agazapado escudriñando la oportunidad de estallar y les grité que estaba ya mamada de oír tristezas y quejidos; que si querían hacerle un verdadero homenaje al poeta ya vuelto cenizas recogieran y publicaran sus cartas y dejaran de lamentarse y beberse todas mis reservas.
Cartas recibidas y escritas entre todos sus dolientes, porque la mejor obra de Gonzalo Arango fue su correspondencia. De allí salió el libro Correspondencia violada. El encargado del proyecto fue Eduardo Escobar, tal vez el más parecido al profeta, no tanto por su flacura y sus ojos penetrantes y cuestionadores, sino por su pensamiento profundo y vertical. Ese libro no sé si todavía lo reeditan. Es una joya. Mi mamá aportó sus cartas y así lo hicieron Jota Mario, Almikar, X 504, Elmo Valencia, etc.
Compartí muchas cosas con Eduardo. Desde un posible romance evaporado en un instante para dar lugar a una amistad eterna. Almuerzos. Rumbas. Bailoteos, carcajadas con Mechas, su amor más apasionado y mamá de sus hijos (me cuenta Eduardo que acaba de morir). Bebetas y algún bareto, al que jamás le pude coger el gusto. En una ocasión, en el apartamento que compartía con Mechas en La Perseverancia, le dieron yerba a los perros y estos se lamieron todos los platos con hambre feroz y no hubo necesidad de lavarlos.
Me fascinan sus libros. Prosa incompleta, Cuando nada concuerda, los leí con ávidez. Muchas veces no estoy de acuerdo con sus columnas periodísticas... impecables, pero regodas. Las leo porque la prosa es perfecta, así las premisas no me gusten.
Al llegar de España me espera en mi apartamento Cabos sueltos... sobra decir que no lo puedo soltar. Me envuelve. Visualizo esa infancia en Bogotá donde “enconchado bajo la sempiterna llovizna bogotana daba vueltas por las calles sombrías lejos de la casa... miraba sin envidia a los muchachos del vecindario que me ignoraban mientras daban vueltas en los chirriantes carruseles. Yo, invisible detrás de mi soledad, detestaba el movimiento. El bullicio... acostumbrado a mi tristeza animal, de la cual apenas era consciente”.
En otro capítulo: “Uno comienza a leer para divertirse, para matar el tiempo, y acaba enamorándose de los libros que lo desbaratan por dentro... hay libros purgantes que facilitan la expulsión de los parásitos de la conciencia y son de lectura imprescindible aunque pueda resultar dolorosa”.
Eduardo Escobar, casi impúdico, nos cuenta su adicción a los libros para después caer incontinente y atrapado en la obsesión perentoria de escribir. Lee bajo la ducha cuando lee los componentes del champú. Tiene pesadillas delirantes cuando sueña que está atrapado por millones de palabras que inundan su casa. Escribe... escribe... escribe.
Todo empezó con El tesoro de la juventud, los cómics, Tarzán, Sandokan... y se fue abriendo un horizonte ya infinito, Baudelaire, Rimbaud, Faulkner, Kafka, Virginia Woolf. Y nadie pudo parar ya la avalancha de libros, la adicción al papel, a la celulosa.
Cabos sueltos llega en estos momentos de vértigo asqueante en que vivimos como un bálsamo hechicero, venenoso y punzante y tierno. Cuestiona, abre horizontes y los cierra, deja incognitas y sobre todo aumenta ese deseo incontrolable, más que cualquier droga, de seguir leyendo hasta que los ojos se cierren para siempre.
Gracias, poeta querido, por este regalo que le das a Colombia y al planeta. Devuelves la esperanza. Mientras exista un escritor y un lector, no todo está perdido. Sí, la lectura es un pecado capital... y afortunadamente no tiene absolución ni propósito de enmienda.
“Se necesita decoro aún para llorar” - Eduardo Escobar.
Eduardo Escobar, a mi juicio el más importante prosista de los que integraron el movimiento nadaísta, y uno de los mejores escritores colombianos, acaba de dar a luz, editado por Eafit, sus Cabos sueltos, en el que no solo ata cabos, sino que desnuda el alma y nos cuenta paso a paso, página a página, la historia de ese niño tímido y flaco que una vez quiso ser seminarista para salvar al mundo y que, de pronto, se topó con las palabras y ya nunca se pudo desprender de ellas. Su propia historia.
Nos conocimos en pleno nadaísmo. Mi mamá era la confidente, amiga y cómplice de Gonzalo Arango, el profeta. Fueron muchas las veces que nos reunimos en su cueva, en la que resplandecían las velas, el pelo rojo de Angelita, una inglesita taimada que le sorbió el seso y lo ahuevó, y sobre todo, brillaban las palabras de Gonzalo. En ese ambiente casi místico de pobreza e intelectualidad, cada palabra tenía un significado diferente, como una gota vertical y filuda que cae sobre el zinc.
Muere Gonzalo en accidente absurdo. Su última palabra fue “mierda” y fue profética porque todos sus amigos y discípulos quedamos hechos mierda. Al comienzo de ese duelo en que la nada era el eje, nos reuníamos en mi casita de la 127... y todo era lamento gaseoso. Un día se me salió el borderline que me acompaña siempre agazapado escudriñando la oportunidad de estallar y les grité que estaba ya mamada de oír tristezas y quejidos; que si querían hacerle un verdadero homenaje al poeta ya vuelto cenizas recogieran y publicaran sus cartas y dejaran de lamentarse y beberse todas mis reservas.
Cartas recibidas y escritas entre todos sus dolientes, porque la mejor obra de Gonzalo Arango fue su correspondencia. De allí salió el libro Correspondencia violada. El encargado del proyecto fue Eduardo Escobar, tal vez el más parecido al profeta, no tanto por su flacura y sus ojos penetrantes y cuestionadores, sino por su pensamiento profundo y vertical. Ese libro no sé si todavía lo reeditan. Es una joya. Mi mamá aportó sus cartas y así lo hicieron Jota Mario, Almikar, X 504, Elmo Valencia, etc.
Compartí muchas cosas con Eduardo. Desde un posible romance evaporado en un instante para dar lugar a una amistad eterna. Almuerzos. Rumbas. Bailoteos, carcajadas con Mechas, su amor más apasionado y mamá de sus hijos (me cuenta Eduardo que acaba de morir). Bebetas y algún bareto, al que jamás le pude coger el gusto. En una ocasión, en el apartamento que compartía con Mechas en La Perseverancia, le dieron yerba a los perros y estos se lamieron todos los platos con hambre feroz y no hubo necesidad de lavarlos.
Me fascinan sus libros. Prosa incompleta, Cuando nada concuerda, los leí con ávidez. Muchas veces no estoy de acuerdo con sus columnas periodísticas... impecables, pero regodas. Las leo porque la prosa es perfecta, así las premisas no me gusten.
Al llegar de España me espera en mi apartamento Cabos sueltos... sobra decir que no lo puedo soltar. Me envuelve. Visualizo esa infancia en Bogotá donde “enconchado bajo la sempiterna llovizna bogotana daba vueltas por las calles sombrías lejos de la casa... miraba sin envidia a los muchachos del vecindario que me ignoraban mientras daban vueltas en los chirriantes carruseles. Yo, invisible detrás de mi soledad, detestaba el movimiento. El bullicio... acostumbrado a mi tristeza animal, de la cual apenas era consciente”.
En otro capítulo: “Uno comienza a leer para divertirse, para matar el tiempo, y acaba enamorándose de los libros que lo desbaratan por dentro... hay libros purgantes que facilitan la expulsión de los parásitos de la conciencia y son de lectura imprescindible aunque pueda resultar dolorosa”.
Eduardo Escobar, casi impúdico, nos cuenta su adicción a los libros para después caer incontinente y atrapado en la obsesión perentoria de escribir. Lee bajo la ducha cuando lee los componentes del champú. Tiene pesadillas delirantes cuando sueña que está atrapado por millones de palabras que inundan su casa. Escribe... escribe... escribe.
Todo empezó con El tesoro de la juventud, los cómics, Tarzán, Sandokan... y se fue abriendo un horizonte ya infinito, Baudelaire, Rimbaud, Faulkner, Kafka, Virginia Woolf. Y nadie pudo parar ya la avalancha de libros, la adicción al papel, a la celulosa.
Cabos sueltos llega en estos momentos de vértigo asqueante en que vivimos como un bálsamo hechicero, venenoso y punzante y tierno. Cuestiona, abre horizontes y los cierra, deja incognitas y sobre todo aumenta ese deseo incontrolable, más que cualquier droga, de seguir leyendo hasta que los ojos se cierren para siempre.
Gracias, poeta querido, por este regalo que le das a Colombia y al planeta. Devuelves la esperanza. Mientras exista un escritor y un lector, no todo está perdido. Sí, la lectura es un pecado capital... y afortunadamente no tiene absolución ni propósito de enmienda.