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Miro una y otra vez cómo colapsan los edificios cuando la tierra ruge. En un instante todo se derrumba: unos en construcción, otros habitados, amas de casa en sus labores, niños durmiendo o jugando, parejas unidas y entrelazadas en su deseo, soñadores llenos de proyectos. Un instante, y la tierra los reclama para ella. Todo acaba. Hierros retorcidos, avenidas convertidas en fosos negros de lodo. Piscinas en la altura de rascacielos soberbios se desbordan como cataratas hacia el suelo. Chorreras repentinas en un día soleado. Bañistas reptando, buscando la orilla segura, como lombrices.
Releo apartes del libro de Fernanda Trías, El monte de las furias: “Los hombres están hechos de miedo, mientras la montaña está hecha de tiempo”. “Ella sabe que también fue fondo oceánico. La montaña se sabe eterna, aunque también sabe que va a morir algún día. ¿Cuándo volverá a ser plana y árida como el desierto?”. “Lo único que no muere es lo que nunca nació”.
¿Por qué, me pregunto, si lo único que tenemos seguro es la muerte, los humanos pretendemos no pensar en ella? ¿No hablar sobre ella? ¿No aceptar siquiera que nos ronde por la cabeza? Y por eso mismo no aprendemos nunca a vivir, gozar, amar el presente, siempre roídos por pensamientos y rencores pasados que no podemos digerir del todo, y siempre le abrimos la puerta a “la loca de la casa” que es la mente, y le fascina rebobinar basura para precisamente sacarnos del presente y jodernos el día. O al revés, nos inunda de miedos, miedos a cosas que no han sucedido y que a lo mejor nunca sucederán, pero que paralizan y nos sacan del momento, del único que tenemos: el instante presente. Como dijo alguna vez un poeta: “Vanos son los fantasmas del futuro, si el momento presente está seguro”.
Un terapeuta me hizo caer en cuenta: “Si vas de pasajera en un taxi, ese instante es el momento más importante de tu vida, porque es el único que estás viviendo, el único que tienes”. O sea, vivamos con intensidad cada minuto. No existen momentos importantes y otros de segunda categoría. Estar sentada en el taxi es tan importante como recibir la hostia sagrada por primera vez. Instantes que jamás se repiten. Envidio a los animales: tienen memoria, pero no pasado ni futuro.
Trato de vivir así, pero me cuesta trabajo. Muchas veces oleadas de rencores me llegan. Respiro y los alejo. O miedos y fobias absurdas por futuros inexistentes. Sé muy bien que dejarse llevar por esos despeñaderos es peligroso e inútil. Afortunadamente, estoy alerta. “Ojalá los pensamientos fueran mudos, pero un pensamiento mudo es como una nube sin agua” (Fernanda Trías).
Derrumbes, colapsos, agua o tierra, da lo mismo, pero el peor derrumbe que estamos viviendo ahora es el Colapso, con mayúsculas, de los valores, la ética, la moral… el del alma, más desolador y mortal que la muerte física. Los cuerpos vuelven a la tierra o al agua. Y el alma, ¿hacia dónde va?
Este país, el nuestro, Colombia, colapsa y se derrumba sin necesidad de que la tierra se mueva. Es un colapso quieto, pero que está pudriendo todas las raíces que fueron algún día sanas, ante la impávida inercia, la ceguera y la indiferencia. Ojalá un terremoto de tierra y derrumbes nos abriera los ojos y nos sacudiera de este letargo oscuro y profundo. Salir de estos escombros de corrupción y mesianismo maquiavélico… ¡Despertar!
