Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
COP16. Plaza de Caicedo y Bulevar del Río. Cali renaciendo. Alegría contagiosa. Todos con el celular en mano, tomándose selfies o filmando, sin temor al atraco o a la puñalada.
Jóvenes guías con camisetas azules. Camisetas verdes para las comunicadoras sobre biodiversidad. Camisetas amarillas para los encargados de la limpieza. Danzas, auditorios para conversatorios, música, stands llenos de plantas, casetas, orden.
La historia es breve. Turquía era la sede oficial, pero el terremoto devastador impidió su realización. Ningún otro país del mundo aceptó el compromiso de semejante evento y hacerlo viable en cuatro meses. El Presidente, en una alocución de polvos cósmicos, afirmó que Colombia aceptaba el reto. Y de inmediato nos asignaron la tarea.
No sabemos si Cali fue escogida para que fracasara o no, pero el caso es que Cali se comprometió. La ciudad se llenó de entusiasmo. Alcaldía y Gobernación se unieron, y sus equipos lograron lo que parecía imposible.
Cali, la mejor anfitriona, la más alegre, la más cívica, la más limpia, la más cultural. Días y noches de fiesta para locales y extranjeros.
Lo que suceda entre “los sabios,” la recuperación o destrucción del Planeta Azul, es otra cosa; existe escepticismo y optimismo moderado. Pero lo que es irrefutable es que la Sucursal del Cielo salió de su apatía y narco-condena. Dejó para siempre de ser conocida como el Cali-Cartel, como nos llamaban en el mundo entero, para figurar en las primeras páginas de periódicos y noticieros internacionales como un lugar paradisíaco en biodiversidad, cívico, alegre, generoso, que irradia y contagia calor humano y belleza.
La Ciudad de los Siete Ríos, del piedemonte, de la brisa vespertina y sensual que llega del mar, de la riqueza cultural y gastronómica de su población afrodescendiente, de la cadencia de sus mujeres, de sus parques, ceibas y samanes centenarios, de sus orquídeas y veraneras, la salsa, el ballet, el ritmo vital y el corazón que bombea con sangre nueva.
Emocionada hasta las lágrimas de estar viva y de nuevo sentirme orgullosa de ser caleña y vallecaucana hasta el tuétano de mis huesos. De estar viva y volver a escuchar el ritmo contagioso de continuar, de dejar atrás esos años oscuros y tenebrosos que vivimos.
En mi primer paseo por la Plaza y el Bulevar, me encontré de sopetón con el conversatorio entre William Ospina y Wade Davis. Creí que alucinaba. Recuerdo Guayacanal, recuerdo El Río, y se me quedó grabada para siempre esta frase de Davis, refiriéndose al Río Magdalena, testigo de nuestra historia desde los orígenes primigenios, cuando nace como una quebrada en la que con una mano podemos tocar el nacimiento de la Cordillera Occidental y con la otra, el de la Cordillera Central. Ese río, depositario de todos nuestros secretos, ese río que recorre el país y que en una época estuvo lleno de vida, “pero con el tiempo, los peces y los caimanes desaparecieron y el río se llenó de muertos”.
Frase lapidaria y real. Este país, privilegiado con dos océanos, selvas, ríos y nevados, desiertos, bosques secos y húmedos, con la variedad de mariposas más grande del planeta, con su diversidad de razas, que podría ser un verdadero paraíso, lleva casi dos siglos desangrándose. Si el Magdalena pudiera recoger toda la sangre derramada desde la Conquista hasta hoy, sería un río rojo y los valles estarían inundados de lágrimas.
Gracias, Alejandro Eder y su equipo de quijotes soñadores. Gracias, Dilian Francisca Toro y su equipo visionario. Cali resucitó de entre el lodo y las tinieblas.