Hace poco asistí a una misa de funeral. Generalmente me dan pánico, porque los curas suelen predicar en abstracto y complican todo. Muchas veces tienen que agacharse o ponerse las gafas para poder leer en un papelito el nombre de la persona a la que despedimos. Esta ceremonia fue diferente. Con una voz grave y profunda, el sacerdote nos llevó a una reflexión de fondo: “Si de lo único que tenemos certeza en esta vida es la muerte, ¿por qué nunca hablamos sobre ella?”.
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Hace poco asistí a una misa de funeral. Generalmente me dan pánico, porque los curas suelen predicar en abstracto y complican todo. Muchas veces tienen que agacharse o ponerse las gafas para poder leer en un papelito el nombre de la persona a la que despedimos. Esta ceremonia fue diferente. Con una voz grave y profunda, el sacerdote nos llevó a una reflexión de fondo: “Si de lo único que tenemos certeza en esta vida es la muerte, ¿por qué nunca hablamos sobre ella?”.
Jamás en el entorno familiar o con amigos abordamos el tema. Es tabú, como si estuviera maldito o no existiera. Vamos compungidos a los entierros “del otro” y abrazamos con amor a los familiares cercanos, pero es “el otro” y seguimos tan campantes, “a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche” (María murió y Efraín se subió al caballo).
Al terminar la misa fui con mis hijos a almorzar. Comentamos las palabras del sacerdote y pusimos el tema sobre la mesa, literalmente sobre las pizzas: “Mamá, ¿cómo quieres tu funeral?”. Qué maravilla de compartir. Se abrió la caja de Pandora y fue una experiencia única, sin tapujos, ni dramatismos, ni tocar madera, ni respuestas desviadas. Cada uno de nosotros expresó por primera vez cómo quería ser recordado y espero que no sea la última. No pasó nada malo. Aumentó la unión y se desbarató ese nudo gordiano que nos tenía atados. Salimos del restaurante felices con la pizza y el helado, como si nos hubieran quitado un peso pesado y oscuro de encima, livianos y alegres. Ya lo sabemos y lo cumpliremos a rajatabla si el destino nos lo permite. Porque si las potencias nucleares nos eliminan de un bombazo, no hay nada que hacer, volaremos de una al polvo cósmico que está tan de moda.
No importa la edad. Para gozar a plenitud la vida, ese instante “en que las cosas brillan más”, hay que hablar de la muerte, aceptar que somos finitos, que el morir puede ser renacer o no ser nada, pero hablar sin miedo. Por ejemplo, les recalqué que quería una muerte digna y prohibí mantenerme como un vegetal lleno de tubos y artefactos tecnológicos. Quiero ser cremada, acompañada solamente por la familia más cercana y luego, como recuerdo, invitar a un almuerzo a todos los amigos: prohibición de vestidos negros, un brindis a la vida, poner a volar mariposas de colores, mi música preferida con la Salve rociera, boleros, tangos y canciones de Édith Piaf. Parte de mis cenizas las lanzarán al aire en el bosque de niebla para seguir en libertad total, fundida con el viento; el resto, bajo un árbol. Nada de llantos ni lamentos.
Debemos vivir el presente y vivirlo con amor y gratitud, no enroscarnos en peleas ni fundamentalismos, ser honestos con nosotros mismos, compartir risas, temores y esperanzas, unidos siempre en el respeto, el humor y la amistad. Como dice el papa Francisco, hay que arriesgarse, soñar en grande, aprender a leer la tristeza, reírse de sí mismo, recordar que uno es único, mirar más allá de la oscuridad, caminar con los demás, no prestar atención a los vendedores de humo, tener el valor de ser feliz, en fin, vivir como queremos ser recordados.