Parece ciencia ficción, pero no. Un simple error y quedamos “congelados”, como en el juego infantil: sólo podíamos acercarnos a la meta y caminar hasta que nos gritaran “freeze”, “quietos”, “inmóviles”, “estatuas”, “zombies”.
Un error de Microsoft, lo último en tecnología, lo máximo, el último grito en progreso de la humanidad, y todas las pantallas quedaron en blanco o azul; muerte. Dejamos de existir. Aviones, transacciones, negocios, trenes, viajes, cirugías, todo flotando en un espacio cibernético, en una nube virtual esfumada, que esfumó todo.
Patético. Casi obsceno. Después de miles de años de descubrimientos y avances que nos convencieron de ser los reyes absolutos de este planeta, hemos quedado a merced de un error virtual que anula en un segundo el ritmo de todos los países, con consecuencias todavía no reveladas, porque aún no salimos del estupor. Clic y desaparecerás. Clic y no viajarás. Clic y no puedes sacar dinero de ningún banco. Clic y los millones de seres que están en el aire quedarán al garete. Clic y la nada en un clic. Clic y los trenes no pueden rodar.
Estamos todos los habitantes bajo el imperio y la dictadura del clic. La pantalla es el dios que nos permite vivir. Sin clic no existimos. Punto.
No quedarán recuerdos, porque nadie escribe cartas. No quedarán registros fotográficos de nuestras vidas, porque todas están en la pantalla. No podremos llamar a nadie, porque todos los teléfonos son digitales y no memorizamos ningún número. No podemos pagar las deudas porque las transacciones son en pantallas. Los políticos no podrán chuzar a nadie, porque todo es digital. No podremos leer ningún periódico, porque sucumbieron a las pantallas.
Ya no necesitamos distopías al estilo de Margaret Atwood, porque las estamos viviendo. Y deseamos de pronto regresar a la máquina de escribir portátil, al bolígrafo, al papel, al periódico impreso, a imprimir fotos, a escribir cartas, a bajarle el ritmo al consumo desenfrenado de compras virtuales, a dejar de viajar en aviones virtuales dirigidos por pantallas mientras los pilotos duermen.
Somos zombies, ya próximos a la desaparición total, porque este planeta se mamó de nosotros, de los abusos. Los mares se están encrespando, las olas de calor sobrepasan lo que aguantamos, las inundaciones se tragan pueblos enteros, incendios forestales arrasan hasta con el nido de la perra. Ya ningún joven quiere tener hijos porque, ¿para qué?
La inteligencia artificial es una aberración más. La no cultura prima. Ningún adolescente sabe quién fue Picasso, mucho menos Moisés, Popea o Nerón. Se perdió la historia y se destruyó el futuro real, el del contacto físico, el de la ternura, el de leerle un cuento al nieto recostado en la cama. Ellos están clavados en la pantallita. Los almuerzos y las comidas familiares son en silencio absoluto.
Ojalá este “error” sirva para recapacitar y reconocer que somos esclavos de la civilización virtual. Qué asco. Qué terror. Cada día somos menos humanos: somos los robots de los robots.
Liberté, égalité, fraternité... ¿Dónde están?
Parece ciencia ficción, pero no. Un simple error y quedamos “congelados”, como en el juego infantil: sólo podíamos acercarnos a la meta y caminar hasta que nos gritaran “freeze”, “quietos”, “inmóviles”, “estatuas”, “zombies”.
Un error de Microsoft, lo último en tecnología, lo máximo, el último grito en progreso de la humanidad, y todas las pantallas quedaron en blanco o azul; muerte. Dejamos de existir. Aviones, transacciones, negocios, trenes, viajes, cirugías, todo flotando en un espacio cibernético, en una nube virtual esfumada, que esfumó todo.
Patético. Casi obsceno. Después de miles de años de descubrimientos y avances que nos convencieron de ser los reyes absolutos de este planeta, hemos quedado a merced de un error virtual que anula en un segundo el ritmo de todos los países, con consecuencias todavía no reveladas, porque aún no salimos del estupor. Clic y desaparecerás. Clic y no viajarás. Clic y no puedes sacar dinero de ningún banco. Clic y los millones de seres que están en el aire quedarán al garete. Clic y la nada en un clic. Clic y los trenes no pueden rodar.
Estamos todos los habitantes bajo el imperio y la dictadura del clic. La pantalla es el dios que nos permite vivir. Sin clic no existimos. Punto.
No quedarán recuerdos, porque nadie escribe cartas. No quedarán registros fotográficos de nuestras vidas, porque todas están en la pantalla. No podremos llamar a nadie, porque todos los teléfonos son digitales y no memorizamos ningún número. No podemos pagar las deudas porque las transacciones son en pantallas. Los políticos no podrán chuzar a nadie, porque todo es digital. No podremos leer ningún periódico, porque sucumbieron a las pantallas.
Ya no necesitamos distopías al estilo de Margaret Atwood, porque las estamos viviendo. Y deseamos de pronto regresar a la máquina de escribir portátil, al bolígrafo, al papel, al periódico impreso, a imprimir fotos, a escribir cartas, a bajarle el ritmo al consumo desenfrenado de compras virtuales, a dejar de viajar en aviones virtuales dirigidos por pantallas mientras los pilotos duermen.
Somos zombies, ya próximos a la desaparición total, porque este planeta se mamó de nosotros, de los abusos. Los mares se están encrespando, las olas de calor sobrepasan lo que aguantamos, las inundaciones se tragan pueblos enteros, incendios forestales arrasan hasta con el nido de la perra. Ya ningún joven quiere tener hijos porque, ¿para qué?
La inteligencia artificial es una aberración más. La no cultura prima. Ningún adolescente sabe quién fue Picasso, mucho menos Moisés, Popea o Nerón. Se perdió la historia y se destruyó el futuro real, el del contacto físico, el de la ternura, el de leerle un cuento al nieto recostado en la cama. Ellos están clavados en la pantallita. Los almuerzos y las comidas familiares son en silencio absoluto.
Ojalá este “error” sirva para recapacitar y reconocer que somos esclavos de la civilización virtual. Qué asco. Qué terror. Cada día somos menos humanos: somos los robots de los robots.
Liberté, égalité, fraternité... ¿Dónde están?