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Después de los ataques vandálicos al Palacio del Planalto, al Congreso y al Supremo Tribunal Federal, una afrenta contra la democracia brasileña, el poder público y el Patrimonio Cultural, realizados tras solo ocho días de la toma de posesión del Presidente Lula, ya se vislumbraba un camino difícil.
Una población indignada fue sorprendida por actos de violencia y por la actuación de esos militantes que, desde hace tiempo, habitan un universo digital y paralelo, protagonizado por el expresidente Jair Bolsonaro y sus aliados, por medio de la acción y de la omisión, sin tregua.
Además, ese intento de golpe de Estado evidenció la ideologización y contaminación de las fuerzas de seguridad, un reto para cualquier democracia.
Él presidente Lula nunca la tuvo fácil, pero de esta vez no se puede olvidar que deberá afrontar “un monstruo grande que pisa fuerte” y la ceguera colectiva de millones de brasileños dispuestos a dar la vida o la muerte por defender los principios antidemocráticos y el retorno de su líder a la Presidencia de Brasil, carta de navegación del bolsonarismo.
Brasil aún es el retrato de un país polarizado y el reflejo del extremismo ideológico fomentado por el expresidente en sus cuatro años de gobierno, a partir de una perspectiva superficial y limitada del país y del mundo, fake news y la pos verdad.
El bolsonarismo sigue siendo un movimiento político cohesionado que ha superado al expresidente. Tiene una base popular fuerte, conformada por empresarios, representantes del agronegocio, de las iglesias evangélicas e integrantes de las milicias urbanas.
Sin embargo, ante las sombras del atentado y del vandalismo, Brasil emergió más fuerte y más unido.
Un día después de la barbarie, los tres poderes marcharon unidos del Palacio del Planalto al Supremo Tribunal Federal pasando por el Congreso Nacional para decir: “No al Fascismo”.
En los 100 días del gobierno Lula, Brasil, como un equilibrista, intenta conciliar el crecimiento económico con la inclusión social.
Salud, ciencia, tecnología, cultura, educación y seguridad pública vuelven a ser prioritarias. Resurgen con más fuerza políticas públicas como Bolsa-Familia, Programas de Adquisición de Alimentos, Programa Nacional de Alimentación Escolar, Programa “Minha Casa Minha Vida”, Más Médicos, Programa Nacional de Seguridad Pública, entre otros.
Los temas relativos a infraestructura, energías limpias y conectividad estarán en el orden del día. Se contempla también la expansión del Pre Sal, grandes reservas de petróleo que después de 2016 estuvieron a punto de ser privatizadas. Se cree que con estas iniciativas Brasil retomará el camino hacia el desarrollo.
Sobre la mesa están temas como combate a la violencia contra las mujeres, lucha contra la desigualdad de género en el mercado laboral, protección de los pueblos originarios, reparación histórica a partir de la creación de los Ministerios de Igualdad Social y de los Pueblos Indígenas.
En mayo se lanzará el “Plan Safra” con el objetivo de incrementar la productividad en el campo y crear mecanismos que garanticen la sostenibilidad ambiental.
La Amazonia y los demás biomas ganan voz. Hay indicios de que Brasil vuelva a ser líder mundial en sostenibilidad y lucha contra el cambio climático. Ya se habla del desarrollo de una economía de sociobiodversidad que integra la investigación científica y el conocimiento tradicional.
Brasil vuelve a tener una política exterior activa y soberana, tejiendo puentes con todos los países del mundo.
Ni Brasil ni el Presidente Lula son los mismos de 2003. Los desafíos son inmensos y, así como en otras latitudes, el aparato estatal está carcomido, pero hay que creerlo.
Faltan 1.360 días para seguir reconstruyendo el país.
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