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La mañana del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos se despertó ante el más grande atentado bélico en su territorio. Cuatro aviones de pasajeros secuestrados simultáneamente en tres aeropuertos diferentes fueron convertidos en instrumentos suicidas contra blancos financieros y políticos simbólicos. Las dos Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York se volvieron escombros, el Pentágono recibió un impacto inimaginable y un cuarto avión se desplomó en el condado de Somerset.
A las 7:56 a.m., las agencias internacionales y los canales nacionales afirmaron que un avión Boeing 767 de la compañía American Airlines, con 92 personas a bordo, se estrelló contra una de las Torres Gemelas del World Trade Center en la ciudad de Nueva York. Dieciocho minutos después, otro avión se chocó contra las torres, provocando una explosión transmitida en vivo por las agencias de noticias. Cerca de las 9 a.m., dos explosiones impactaron el edificio del Pentágono, sede del Departamento de la Defensa de Estados Unidos y símbolo del poder militar norteamericano.
El 11 de septiembre de 2001 el mundo aún no entendía o asimilaba lo que estaba pasando. Las informaciones en cadena mundial mostraban el ataque a las Torres Gemelas y todo lo que de esto se desprendía: tamaño dolor, un sinnúmero de muertos y heridos. Nueva York y su Estatua de la Libertad, que habían acogido a hijos propios y adoptivos, parecían estar a la deriva por hechos que huyeron al control incluso del Servicio de Inteligencia, del Pentágono y del Departamento de Estado. Un mundo expectante seguía las imágenes y las noticias. La fragilidad del ocaso había golpeado a Nueva York y Washington, las capitales financiera y política de EE. UU. Era la primera vez que un ataque bélico dentro de Estados Unidos hacía temblar el suelo y el pueblo americano. Para muchos, un choque de civilizaciones, como si una sola pudiera sobreponerse a tantas, desconociendo identidades, historias, vidas, sueños y creencias en tantas lenguas y culturas milenarias. El plan de Bin Laden trae un profundo dolor al pueblo americano y deja atónito al mundo que creía en la invencibilidad e inmunidad de EE. UU. en contra de todo y de todos. Se desvanece un castillo de naipes.
El presidente George Bush profiere su discurso:
“Los Estados Unidos y nuestros amigos y aliados se unen con todos aquellos que quieren la paz y la seguridad en el mundo, y somos solidarios para ganar la guerra contra el terrorismo. Esta noche pido sus oraciones por todos aquellos quienes se acongojan, por los niños cuyos mundos han sido deshechos, por todos aquellos cuya sensación de seguridad ha sido amenazada. Y rezo porque los consuele un poder superior a cualquiera de nosotros, el que se ha pronunciado a través de las eras en el Salmo 23: “Aunque camine por el valle de la sombra de la muerte, no temeré mal alguno; porque Tú estás conmigo”. Gracias. Buenas noches y que Dios bendiga a los Estados Unidos”.
Las palabras del presidente de Estados Unidos van a traer consigo un apelo a la identidad y a los valores nacionales: “Hoy nuestros estimados ciudadanos, nuestro estilo de vida, nuestra misma libertad fueron atacados en una serie de actos terroristas deliberados y mortales... Las imágenes de los aviones que volaban hacia los edificios, de los incendios que ardían, del colapso de inmensas estructuras, nos han llenado de incredulidad, de una tristeza terrible y de una ira callada e inquebrantable. Se pretendió que estos actos de asesinatos masivos asustaran a nuestra nación, llevándola hacia el caos y la retirada. Pero han fracasado, nuestro país es fuerte. Un gran pueblo ha sido llevado a defender a una gran nación. Los ataques terroristas pueden sacudir los cimientos de nuestros mayores edificios, pero no pueden tocar los cimientos de los Estados Unidos. Estos actos destrozaron acero, pero no pueden mellar el acero de la determinación estadounidense. Estados Unidos fue blanco de un ataque porque somos el faro más brillante de la libertad y oportunidad en el mundo. Y nadie hará que esa luz deje de brillar”.
“La guerra de la justicia infinita” fue la metáfora que en un principio empleó el presidente George Bush para justificar su guerra contra Al Qaeda, mientras que la Yihad o Guerra Santa fue la metáfora empleada por Osama Bin Laden para legitimar su guerra contra Estados Unidos”.
Veinte años después, Kabul es el símbolo doloroso de la guerra en contra el terrorismo, el real y el imaginado. Estados Unidos afronta una creciente amenaza terrorista dentro de su propio territorio, de los denominados “extremistas violentos nacionales”, grupos radicales que tuvieron un protagonismo muy evidente en las últimas elecciones presidenciales. El país no se ha recuperado de la toma del Capitolio el 6 de enero por fieles y radicales seguidores del presidente Donald Trump. La toma de posesión del presidente Joe Biden y Kamala Harris tuvo que ser custodiada por 25.000 miembros de la guardia nacional. Hecho inédito en la historia de ese país.
Kabul no puede ser subestimado. Con certeza, fue un laboratorio de Estados Unidos en su guerra preventiva y lo seguirá siendo de Rusia y de China para contrarrestar a Estados Unidos, hacer avanzar su hegemonía en Asia y garantizar sus intereses económicos en la región. Mientras tanto, el mundo en vilo: Europa y Estados Unidos vs. China, Rusia y los talibanes.
Kabul cierra una etapa pos-11 de septiembre cargada de errores, sueños, ingenuidad y arrogancia, pero el hecho de que Estados Unidos pretenda reconfigurar el mundo, a su imagen y semejanza, ha costado mucho a sí mismos y demasiado al mundo.
*Profesora Universidad Externado de Colombia.