El título de esta columna se lee con ritmo de tambora. Y lo escribo cantando y moviendo los ojos y los hombros porque ese canto y su estribillo pegajoso son una representación de lo que encarna la campaña de Gustavo Petro y Francia Márquez: unas voces libres gritando sin miedo y con alegría rítmica por quién van a votar. Por quién van a votar en un país en el que se nos ha enseñado (por prudencia, por pacatería, por hipocresía) que el voto es secreto (secretosky, dicen con humor los seguidores del Pacto Histórico); que en la mesa no se habla de política ni de religión; que no hay que pelear por candidatos. Pero este canto está pegado por todo el país y da gusto ver a niños hijos de personas no afectas a Gustavo Petro, que se mueven inconscientemente cuando lo oyen. Entonces, cantarlo es una forma de desobedecer el mandato de la cotidianidad represiva.
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El título de esta columna se lee con ritmo de tambora. Y lo escribo cantando y moviendo los ojos y los hombros porque ese canto y su estribillo pegajoso son una representación de lo que encarna la campaña de Gustavo Petro y Francia Márquez: unas voces libres gritando sin miedo y con alegría rítmica por quién van a votar. Por quién van a votar en un país en el que se nos ha enseñado (por prudencia, por pacatería, por hipocresía) que el voto es secreto (secretosky, dicen con humor los seguidores del Pacto Histórico); que en la mesa no se habla de política ni de religión; que no hay que pelear por candidatos. Pero este canto está pegado por todo el país y da gusto ver a niños hijos de personas no afectas a Gustavo Petro, que se mueven inconscientemente cuando lo oyen. Entonces, cantarlo es una forma de desobedecer el mandato de la cotidianidad represiva.
Esta es una metáfora sonora que es también una reivindicación de un hombre y una mujer que sí nos representan, porque al igual que millones de colombianos han peleado desde la exclusión por el bienestar colectivo. Han sido coherentes desde siempre y han soportado la animadversión de quienes son infelices con la felicidad del otro, de los otros.
Hay una parte de Colombia acostumbrada a la infelicidad; o peor: a ser feliz con la infelicidad del otro; ese país maleducado y mezquino que no brinda cariño; que está acostumbrada al patrón, a ser servil; que cree que la estafa es mejor que tener una vida digna a la que tristemente llama “castrochavismo”. Esos colombianos que dicen con evidente e impudorosa disonancia cognitiva: “A mí no me gusta nada gratis, yo sí trabajo” en un franco desconocimiento de sus derechos como ciudadanos; en un desvergonzado desconocimiento de que lo público es para exigirlo, no para mendigarlo.
Mentalidad de seres con el alma negada como afirma en su bello poema Pueblerinos el gran Raúl Gómez Jattin: Frente al mar olvidaba aquellos hombres rudos/mensajeros de un mal que hoy me parece triste/ (…)/Hoy los veo deambular por el mar de la vida/con la cabeza oculta bajo la sombra grave/de sus mediocridades adornadas de oro/Y sus hijos son sombras de sus sombras marchitas/debilidades ciegas que esa edad germinó/Y yo mismo me apeno ante ese tiempo amargo./Junto al mar me consuelo y recuerdo sus ojos/Padres e hijos son calcomanías oscuras/de ese mal que no cura pero tampoco mata/de ser hombres de río con el alma negada.
Esa es la gente que escoge al santandereano este llamado RH-, que acepta su chabacanería, su ramplonería, que no ve el peligro que él representa para la llamada democracia y para derechos ciudadanos como la consolidación de una educación pública que sea la joya de la corona porque forma un lenguaje argumentado y artístico; o una industria con soberanía alimentaria; o una salud preventiva y no curativa; una reconciliación con los ríos y los animales.
Voy a votar por Petro, como canta desde Sahagún, porque su discurso y programa no es improvisado, porque me propone pensar complejamente en que lo elemental de tener la nevera llena no debe limitarse a que sólo sea la mía que esté repleta, sino, que todos se alimenten.
Hay ocho millones y medio que tarareamos el estribillo de Pedro Castrillón. Y dentro de ocho días (escribo el domingo 12 a una semana de las elecciones) serán más. Ocho millones y medio de colombianos (y más) con unos candidatos serios, sensibles, que vienen del dolor y lo han reemplazado con el trabajo y la alegría de reconstruir un país libre de mafiosos y de políticos expropiadores, un país diverso y con justicia social. Que no es una utopía.