*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
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*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Como estudiante de biología participé en la protesta ambiental que surgía en los años ochenta contra los desastres causados por la construcción de represas como Urrá, la pretensión de privatizar el PNN Tayrona, la explotación ilegal de oro en el río Saldaña, la imposición de los paquetes agrotóxicos de la “revolución verde”, y la deforestación, que ya se ensañaba con las selvas del Magdalena Medio y el piedemonte amazónico. Creo que todas esas causas fueron correctas, incidieron positivamente en la sociedad y crearon lazos de amistad que perduran. Aprendí del valor de lo local a través de los Grupos Ecológicos de Risaralda y sus propuestas de educación basadas en habitar cuidadosamente la tierra a partir de la acción colectiva, aprendí de los “disoñadores de futuro” de la ADC en Nariño y de la “escala humana” de Max Neef, y compartí una larga y próspera conversación con Juan Pablo Ruiz (QEPD), quien me coló en el Colegio Verde con la complicidad de Margarita Marino. Pero cambié de opinión respecto a los agentes a quienes acusábamos de ser responsables del deterioro ambiental y los mecanismos mediante los cuales se planteaba la “lucha ambientalista”, en gran medida porque las teorías marxistas que las motivaban y que circulaban ampliamente en esos tiempos me parecieron incompletas e insatisfactorias. No vi en ellas el reconocimiento de la ecología y la complejidad como fuente de análisis de las relaciones entre personas, organizaciones y empresas, y de estas con lo que mal llamamos naturaleza. Francisco González, catalizador de los estudios ambientales en la Universidad Javeriana, decía entonces que “la cola acabó batiendo al perro” para referirse a la toma del ambientalismo por las izquierdas radicales. Con los años, me aparté de las conclusiones simplistas con las que se comenzó a fundar el “ambientalismo mágico”, aquel que acusa a la economía de mercado y a las empresas de ser únicas responsables de todos los males del universo y que vive empeñado en construir una “naturaleza” religiosa y estatista sin ninguna consideración medianamente científica o genuinamente nativa (creo en ontologías y epistemologías diversas) de lo que implica. Augusto Ángel y Julio Carrizosa lo previeron desde los 70, mientras todos presenciábamos la debacle ambiental de la Unión Soviética y el desastre colonial de sus extractivismos e industrias, replicados hoy por otras potencias.
Puede ser mi incompetencia académica en economía, o simplemente mi rechazo a la actitud dogmática y de superioridad moral de quienes, incompetentes a su vez en ecología, pretenden naturalizar sus premisas como imperativo ético de toda la política, donde puedan entronizarse como salvadores, investidos por la “nueva espiritualidad del mundo”. Profundamente materialista, me alejo de las sacralizaciones, incluida la ficción occidentalizada de la Pacha Mama y la romantización de lo étnico, promovida por una miríada de “asesores” y politiqueros que poco saben de las historias diversas de los pueblos amerindios, pero viven de reinventarlas para acomodarse en ellas y cobrar, mientras los líderes ambientales y sociales pacifistas y constructivos de las comunidades son asesinados por las demencias criminales y extremistas. Me distancio de los discursos y las narrativas pirotécnicas que, vestidas de verde, se hacen detener felices como Greta en manifestación, usando los mismos mecanismos de propaganda que critican y con los que pretenden construir justicia ambiental, un reto serio e indispensable que no aguanta más actos simbólicos y requiere institucionalidad, negociaciones profundas entre diferentes y mucha creatividad para transitar a un mundo más sostenible sin abrir espacio a los autoritarismos que se avizoran por doquier. En 20 años pensaré distinto, imagino, en el asilo climático…