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Ante la arremetida letal y masiva de los carteles de la droga en Latinoamérica, sus efectos en deforestación, el cultivo forzado de una planta emblemática de las culturas nativas, el procesamiento ilegal y contaminante de clorhidrato de cocaína, y la corrupción institucional derivada del tráfico y lavado de dinero involucrados en su comercio sentencian de muerte a quienes se oponen, además de acrecentar el problema de salud pública.
No hay otra opción que convertir la planta en un recurso de uso legal y, de esta manera, socavar las bases incontrolables de una de las peores y más dolorosas adicciones de la humanidad, una que hace tiempo elige dirigentes de toda clase para protegerse y medrar. La idea no es nueva, pero las evidencias de que las políticas utilizadas hasta el momento para tratar el problema no han funcionado siguen acumulándose y las perspectivas de un control represivo se diluyen ante otros conflictos apremiantes que requieren toda la atención de los gobiernos nacionales. Es tiempo de concentrarnos en la crisis social que devasta nuestros pueblos y que se acrecienta cada día ante la dificultad de orientar recursos para su solución.
La planta de coca que conocemos hoy es el resultado de una milenaria conversación entre los pueblos amerindios y la biodiversidad, a tal punto que el conocimiento de su cultivo y formas de uso está anclado en muchas culturas y constituye el eje de su perspectiva axiológica, es decir, representa no solo un producto más de la biodiversidad, sino el núcleo de sentido de su existencia. Paradójicamente, también es el núcleo de la destrucción de otros, lo que demuestra la necesidad de producir una perspectiva moderna y sofisticada para interpretar su papel en la sociedad contemporánea, no legitimando, como algunos aducen, el uso generalizado de una peligrosa sustancia, sino abriendo el abanico de opciones de uso controlado y legal, tal como se ha venido haciendo de manera muy exitosa con el cannabis.
La coca es una maravilla genética que puede producir más de 40 sustancias de alto valor farmacéutico, además de proveer opciones de uso ritual y nutricional que ya son legales y vienen poniéndose en práctica en Colombia desde hace algunos años con grandes dificultades. Por cierto, es casi imposible investigar una planta perseguida sin convertirse en fuente de sospecha, como si las tecnologías de la ilegalidad no tuvieran sus propios profesionales cautivos.
Las luchas por los corredores estratégicos del narcotráfico, los caminos oscuros que facilitan las inversiones de divisas sangrientas en la economía y las inmensas asimetrías de bienestar entre los colombianos hacen del uso ilegal de la coca una fuente de justificación de la violencia que avasalla toda ética, toda posibilidad de enfrentar civilizadamente un reto tan complejo. Es un crimen de Estado poner de carne de cañón para confrontar a los carteles a líderes indígenas que defienden su territorio y sus tradiciones, a investigadores que accidental o ingenuamente se cruzan en el camino de los ejércitos del hampa, a jueces, fiscales y abogados, policías y soldados honestos. Es inútil la guerra química. Es inútil la guerra contra el narcotráfico porque no es un problema militar, es de salud pública.
Ojalá los colombianos pudiéramos investigar e innovar rápidamente en usos legítimos de una de nuestras plantas insignia, quizá la más promisoria para una bioeconomía propia, como recomienda la Misión de Sabios. Ojalá el nuevo Minciencias pueda contribuir a resolver esta crisis histórica que nos desangra.
Escribo adolorida con Natalia en la memoria, alumna siempre sonriente, por su amor por Colombia y por Daniel, por otros miles de caídos a quienes no podemos seguir traicionando. Es hora de la coca legal.