Bienvenido el movimiento que busca reivindicar las ciencias de la tierra como fuente legítima y rigurosa de intervención del mundo. En Colombia, al igual que en otros lugares, se cuestiona progresivamente a los geólogos, “ángeles de la destrucción”, asociándolos con simplicidad extrema a las actividades extractivas, también convertidas en fuente de toda desgracia por los constructores urbanos de utopías bucólicas… que serían incapaces de poblar.
Minería y petróleo (la némesis ambiental, dicen) cooptan y corrompen a geólog@s con la ambición irrefrenable de la industria, como si la insostenibilidad no estuviese fundada también en los múltiples motores que ha identificado la academia mundial y que no son los vasos de agua y petróleo que ingenuamente, por decir lo menos, aparecen en las manos del niño Francisco, a quien con respeto podemos oír como representante de las generaciones venideras, pero no como profesor de ciencias.
Incluso trabajar el agua subterránea, construir puentes y acueductos, o modelar el riesgo sísmico se han convertido en actividades sospechosas. Modificar la faz de la Tierra es hoy una actividad vergonzante, según algunos, pues deberíamos contentarnos con el paraíso de lo orgánico, volver a ser recolectores, porque cazadores nanay, tampoco es ético. Como si la hemoglobina no dependiera del hierro; el hueso, del calcio; el metabolismo, de la sal. En fin, exagero para dramatizar la situación de una profesión que se encuentra en el ojo de un huracán, derivado de la demanda de minerales que existe en el mundo y que solo podrá ser ambientalmente satisfecha con la sabia combinación de tres estrategias: austeridad, reciclaje y buenas prácticas extractivas.
La primera, la más difícil en una economía de mercado que cuando no reconoce límites revela su lado salvaje (algunos dirán que no tiene otro, pero sí). La segunda, que depende exclusivamente de la disponibilidad de energía, más agua y más minerales: paneles solares, redes de transmisión, baterías, centrales eólicas o hidroenergía e ingentes cantidades de concreto (calizas procesadas y hierro convertido en acero gracias al carbón coque). Y la tercera, fundada en el conocimiento, la capacidad de innovación y los acuerdos sociales, relativamente ilimitados, pues ninguno de ellos viene de una veta enterrada, sino de la voluntad colectiva, es decir, del diálogo y la disposición a cooperar.
Nada que ver la insostenibilidad con esa “maldad inherente” de las geociencias, de la cual sólo escaparían los paleontólogos, narradores felices de tiempos sin humanos, aunque a menudo patrocinados por la industria petrolera o minera, ya que el misterio de los yacimientos fósiles se revela tanto en la vida sedimentaria del planeta como en su atmósfera calcinada. Pero los populismos que atacan hoy todas las ciencias, como bien denuncia Steven Pinker, las habrán convertido en monsergas si los gremios no se levantan con seriedad, no a defender las tarjetas profesionales y su cuota de burocracia, sino el conocimiento profundo que han construido por décadas. Por ello, no dudo en extender a todas las disciplinas la invitación de la Sociedad Nacional de Ingeniería Geológica, que motiva esta columna, para contar con “un geólogo por municipio”, o al menos con un científico: de lo contrario rechazaremos las vacunas contra el COVID-19… porque obviamente estarán hechas con ADN de extraterrestres que vienen por nuestro oro.
Bienvenido el movimiento que busca reivindicar las ciencias de la tierra como fuente legítima y rigurosa de intervención del mundo. En Colombia, al igual que en otros lugares, se cuestiona progresivamente a los geólogos, “ángeles de la destrucción”, asociándolos con simplicidad extrema a las actividades extractivas, también convertidas en fuente de toda desgracia por los constructores urbanos de utopías bucólicas… que serían incapaces de poblar.
Minería y petróleo (la némesis ambiental, dicen) cooptan y corrompen a geólog@s con la ambición irrefrenable de la industria, como si la insostenibilidad no estuviese fundada también en los múltiples motores que ha identificado la academia mundial y que no son los vasos de agua y petróleo que ingenuamente, por decir lo menos, aparecen en las manos del niño Francisco, a quien con respeto podemos oír como representante de las generaciones venideras, pero no como profesor de ciencias.
Incluso trabajar el agua subterránea, construir puentes y acueductos, o modelar el riesgo sísmico se han convertido en actividades sospechosas. Modificar la faz de la Tierra es hoy una actividad vergonzante, según algunos, pues deberíamos contentarnos con el paraíso de lo orgánico, volver a ser recolectores, porque cazadores nanay, tampoco es ético. Como si la hemoglobina no dependiera del hierro; el hueso, del calcio; el metabolismo, de la sal. En fin, exagero para dramatizar la situación de una profesión que se encuentra en el ojo de un huracán, derivado de la demanda de minerales que existe en el mundo y que solo podrá ser ambientalmente satisfecha con la sabia combinación de tres estrategias: austeridad, reciclaje y buenas prácticas extractivas.
La primera, la más difícil en una economía de mercado que cuando no reconoce límites revela su lado salvaje (algunos dirán que no tiene otro, pero sí). La segunda, que depende exclusivamente de la disponibilidad de energía, más agua y más minerales: paneles solares, redes de transmisión, baterías, centrales eólicas o hidroenergía e ingentes cantidades de concreto (calizas procesadas y hierro convertido en acero gracias al carbón coque). Y la tercera, fundada en el conocimiento, la capacidad de innovación y los acuerdos sociales, relativamente ilimitados, pues ninguno de ellos viene de una veta enterrada, sino de la voluntad colectiva, es decir, del diálogo y la disposición a cooperar.
Nada que ver la insostenibilidad con esa “maldad inherente” de las geociencias, de la cual sólo escaparían los paleontólogos, narradores felices de tiempos sin humanos, aunque a menudo patrocinados por la industria petrolera o minera, ya que el misterio de los yacimientos fósiles se revela tanto en la vida sedimentaria del planeta como en su atmósfera calcinada. Pero los populismos que atacan hoy todas las ciencias, como bien denuncia Steven Pinker, las habrán convertido en monsergas si los gremios no se levantan con seriedad, no a defender las tarjetas profesionales y su cuota de burocracia, sino el conocimiento profundo que han construido por décadas. Por ello, no dudo en extender a todas las disciplinas la invitación de la Sociedad Nacional de Ingeniería Geológica, que motiva esta columna, para contar con “un geólogo por municipio”, o al menos con un científico: de lo contrario rechazaremos las vacunas contra el COVID-19… porque obviamente estarán hechas con ADN de extraterrestres que vienen por nuestro oro.