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Colombia padece de varias infecciones ecosistémicas derivadas del contagio global de especies vivas que han migrado al país de manera espontánea o inducida (los humanos somos vectores). En algunos casos, esas infecciones se resuelven dentro de los parámetros del sistema inmune propio de la complejidad ecológica, que constantemente está previniendo el ingreso de organismos que no se produjeron dentro de la trayectoria evolutiva propia de cada territorio.
Pero, a menudo, esta inmunidad no es suficiente, al menos en tiempos humanos. Hay muchos ejemplos: el caracol africano devora la vegetación nativa y se expande como peste que pone en riesgo decenas de especies nativas que requieren esas plantas para prosperar. La tilapia, enfermedad comercial expandida por acuicultores irresponsables, sigue depredando cuanto encuentra a su paso sin que haya un mínimo de monitoreo, ni un pago de tasas o compensaciones de control de poblaciones indeseables. La acacia negra o el retamo espinoso hacen bosques densos en áreas silvestres y destruyen la diversidad de los ecosistemas desérticos fríos, a los que muchos no les otorgan ningún valor (son únicos en el mundo, o tal vez lo eran). Y, por supuesto, están los hipopótamos, la megapeste introducida por el narcotraficante con ínfulas de emperador.
Ni el caracol, ni la tilapia, ni las acacias o el retamo, ni mucho menos los hipopótamos son culpables de nada. Son seres vivos trasplantados por los seres humanos por error, ignorancia o dolo. Pero el efecto de las invasiones puede ser devastador en los ecosistemas nativos y en las contribuciones que estos hacen a la sociedad, no por cuanto estos no estén en capacidad de absorber nuevas especies sin colapsar, sino porque a menudo los procesos adaptativos requieren miles de años y tienen efectos indeseables en las especies locales en el corto plazo, el humano.
También es cierto que existen niveles de gravedad en las infecciones, sean virales, bacterianas o fúngicas, o aparezcan en forma de organismos complejos. La palma de aceite africana, por ejemplo, es capaz de reproducirse de manera silvestre en medio de los morichales, pero su frecuencia y perdurabilidad son hasta ahora muy bajas, contrario a lo que pasa con el pez león en los arrecifes.
En cada caso se requiere, como recomiendan los organismos de salud del planeta, hacer un seguimiento cuidadoso para asegurarse de que no se trate de un ébola incontrolable e incrementar las medidas de precaución para evitar estados ecológicos críticos. La introducción del pez basa, por ejemplo, es una clara violación de los protocolos de bioseguridad, que está siendo instigada por acuicultores que privilegian su rentabilidad de corto plazo a la sostenibilidad.
Algunas personas aducían que las vacas han sido más letales. Disiento; son los ganaderos irresponsables y codiciosos. Precisamente por ello hay políticas pecuarias y de cuidado del hato que incluyen sanidad, mejoramiento técnico y, más recientemente, procesos productivos regenerativos como los sistemas silvopastoriles, capaces de curar las heridas del “Atila del Ganges”, como alguien llamó a las vacas cebuinas cuando fueron introducidas en el país en 1916.
A menos que los grupos que los defienden conviertan a los hipopótamos en sujetos de manejo responsable con economías y tecnologías adecuadas, la “hipopotamitis” debe ser erradicada. Y puede serlo por varios medios, dependiendo de las decisiones políticas. Obviamente, los gestos humanitarios y responsables deben prevalecer, pero si es imposible en la práctica controlar la población, hay que tomar medidas drásticas y proceder, a la mayor brevedad, al sacrificio de los animales.
Abundan los debates repetidos y las razones agotadas. No es lícito dejar de actuar: las generaciones futuras también demandan responsabilidad ecológica en el manejo de las invasiones graves y la de hipopótamos no se estabilizará pronto integrando a estos animales en las redes tróficas del presente sin drásticas modificaciones del paisaje. No se trata de una simple gripa que se cura con tres días de paciencia y muchos líquidos.