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Universidad colonial


Brigitte LG Baptiste
10 de octubre de 2024 - 05:05 a. m.

Justo en medio de la celebración de los 57 años de la universidad donde trabajo se presentó una campaña de divulgación de nuevos programas con el fin de compartir con la comunidad una propuesta renovada de una parte de la oferta académica, que ya juzgará la opinión si es interesante o no. Pero la campaña, gráficamente atractiva, debo reconocerlo, supuso un duro golpe a mis convicciones sobre el sistema simbólico que creo que debe acompañar las anheladas búsquedas de conocimiento propio, indispensable para la transformación de nuestros comportamientos insostenibles: se basó en un panteón de animales africanos encabezados por, adivinen, el león, el elefante y el búfalo. Justo en vísperas de la COP16 de biodiversidad, en el país de la biodiversidad, donde me atrevería a decir que nadie, absolutamente nadie, tiene una experiencia de vida con tales bichos. Al menos hubiese habido hipopótamos, los dulces invasores del Magdalena medio, que serán dulces hasta que destacen un niño…

“Mi hoja de vida tirada al caño”, dije. “Diez años dirigiendo el Instituto Humboldt y acabé en Disneylandia con IA”. Luego pensé “me lo merezco, al fin y al cabo, hice mi maestría en estudios latinoamericanos y conservación a pocos kilómetros de Orlando, a la sombra del castillo de la princesa”. Respiré profundo e invoqué el espíritu del jaguar, que como dijeron los poetas nativos leyendo los cronistas de Indias, fue más tigre indio que leopardo africano, el ag-owuru de los igbo, el amoquetum yoruba, el ingwe de los zulúes, pero nombrado en latín por los europeos cuando colonizaron África, para simplificar las cosas, aunque igual en Abya Yala no es nada de lo anterior, sino yuruma, nai, mi´n+ka, yapa, paina, kiñú, ayama, maleiwa en sendas lenguas nativas, algunas tan en extinción como el felino: la colonización prosigue, deforesta, desplaza, depreda y no hay universidad, por universal que pretenda ser, que esté siendo capaz de frenarla.

Colonización que requiere descolonización, no en el sentido de denigrar la hispanidad, por ejemplo, como AMLO y otros que querrían desollarse (virtualmente) para pretender pureza nativa y flotar en el nacionalismo mediático, pero tampoco con el sentido simplista de “agradecer” nuestra hispanidad, como reclamara Juan Pablo Liévano en días pasados en su columna de La República. Menos, idealizar nuestra anglofrancogermanofiliación, sincretizada en los acordeones y las arpas de las músicas o en la gastronomía colombianas, que representan el poder del mestizaje constante. Y eso que, como catalana nacida en Colombia, podría tener un proyecto catalanista “civilizatorio” pero, conociendo las cosas por allá, creo que a duras penas les está sirviendo para aclarar sus propios problemas.

Al final, como habito una universidad que no cultiva dogmas, camino con los elefantes del mercadeo, pero no puedo dejar de hablar de lo evidente que resulta, de nuevo, nuestra incapacidad de interpretar creativamente la presencia humana en el territorio colombiano y promover conversaciones con los actores biológicos que lo habitan, materialmente. Seguiré aupando las chuchas, las anacondas, las tamandúas, las dantas, los bagres y los yaguarundis que aún se resisten a pasar al archivo simbólico de los inventos identitarios. Y seguiré buscando descolonizar(me), esperando que algún día eso nos haga más dignos de habitar estas tierras maravillosas. Y eso que Disney ya puso chigüiros a actuar en sus monitos animados…

 

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