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Cuando creíamos que la noticia más asombrosa de los últimos años era el descubrimiento de la conectividad atmosférica continental entre el Atlántico y los Andes —garantizada por flujos subterráneos, superficiales y aéreos de agua en ambas direcciones—, y que la selva amazónica, amenazada, era la responsable de esta circulación vital, Solimán López nos abrió la puerta de un gran descubrimiento, hecho en conjunto con la comunidad indígena de Casilla Naira (cerca de Leticia), Lina Castañeda, curadora del trabajo, y el apoyo de Barcu, una iniciativa internacional de residencias artísticas y científicas. La noticia, hecha pública en un acto de la COP16, proviene del proyecto Capside/Ananeco, que puso en evidencia la presencia masiva de fragmentos de ADN flotando entre la selva, capaces de moverse a lo largo y ancho del territorio, haciendo parte del aire que respiramos. Literalmente, con cada bocanada nuestros pulmones no solo reciben el oxígeno que liberan las plantas del bosque durante el día, sino material genético coherente de miles de especies que nadan, como pequeñas anacondas, en la humedad de las selvas.
La conectividad que demostraron los hallazgos de Solimán y su equipo no pareció sorprender al abuelo Gilberto, quien, tranquilo y sonriente, compartió su mambe con los asistentes al evento, donde reafirmó la antigua alianza de los sabedores indígenas con la diversidad de la selva, imprimiendo en un documento su propia huella digital, entintada con una muestra del ADN total recolectado y luego secuenciado en los laboratorios de biología molecular de la Universidad de Manizales. Más de 7.000 especies, provenientes del entorno de cuatro árboles ubicados en un área mínima en pleno monte y que fueron identificadas por la ciencia, quedaron reportadas en un pliego de papel que será transferido con láser a una lámina de acero, al estilo Voyager. También quedaron viales de ADN insertos en 16 calabacitos llenos de caucho (como víctima también del extractivismo salvaje) que desde ya permanecen atados a árboles del resguardo, constituyendo la primera obra del Museo Pineal, que ahora puede ser visitado.
Hace décadas sabemos que nos contagiamos de virus que flotan entre nosotros, fragmentos de ADN que modifica, por cierto tiempo, nuestro metabolismo. En algunos casos, llegando a causarnos la muerte. Pero la evidencia reciente de la presencia de ADN flotando en los ríos voladores cambia totalmente la perspectiva de nuestras relaciones con el mundo y su biodiversidad, que ahora reconocemos impregnada en nuestras mucosas, en nuestra piel, en nuestras tripas. Vivimos en medio de raudales de información genética que nos atraviesa y, sin embargo, no nos convierte en otra especie ni amenaza nuestra identidad, pero es tal vez la fuente molecular de la consciencia ecuménica que nos regalan el yagé o la coca, sus visiones: todos provenimos del mismo origen, nadie tiene mayor ancestralidad ni derechos que nadie, todos compartimos este planeta y, para disgusto de algunos, tal vez, respiramos el mismo aire, que hoy descubrimos atiborrado de vida, infinitamente perturbador y hermoso. Nadie se puede apropiar, por otra parte, de ese patrimonio colectivo. Queda consignado en la declaración de derechos del ADN, proclamada en el cierre de la monumental obra de Soliman, que “es imperativo preservar la autonomía evolutiva de la vida”. Ya veremos en qué nos hemos de convertir para ser fieles a ese mandamiento y mantener legítima nuestra presencia en el planeta.