Columna de Camilo Amaya: El partido de los desaparecidos
En esta historia Chile es el punto de partida, también el de llegada. Esta historia emerge del pozo de los recuerdos y – si hacemos la tarea– nunca terminará de morir, como tantas otras. El 26 de septiembre de 1973, 15 días después del bombardeo al Palacio de la Moneda en Santiago, del asesinato del presidente Allende y de que iniciara la dictadura de Pinochet, la selección de futbol de ese país viajó a la Unión Soviética para jugar el partido de ida del repechaje para el Mundial de Alemania 1974.
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En esta historia Chile es el punto de partida, también el de llegada. Esta historia emerge del pozo de los recuerdos y – si hacemos la tarea– nunca terminará de morir, como tantas otras. El 26 de septiembre de 1973, 15 días después del bombardeo al Palacio de la Moneda en Santiago, del asesinato del presidente Allende y de que iniciara la dictadura de Pinochet, la selección de futbol de ese país viajó a la Unión Soviética para jugar el partido de ida del repechaje para el Mundial de Alemania 1974.
Sus jugadores, entre ellos Francisco Valdéz y Carlos Caszely, fueron acusados de emisarios de la dictadura y por poco no pueden ingresar a la URSS. Era fútbol, sí, pero nadie hablaba de fútbol. Todo lo contrario, se hablaba de un estadio convertido en campo de concentración y torturas, en un cementerio.
La selección chilena empató sin goles, a cuatro grados bajo cero y ante 60 mil espectadores. Para la vuelta, la Federación Soviética le pidió a la Fifa que cambiara de sede argumentando que no jugaría en un estadio manchado de la sangre de compañeros revolucionarios (11 estadios a lo largo del país fueron utilizados como cárceles secretas), donde la dictadura aplicaba, entre otras, la tortura de la incertidumbre –¿qué me harán? ¿cuándo moriré?– y vejámenes que no vale la pena nombrar.
Fifa programó una visita a Santiago, Pinochet movió a algunos presos políticos al desierto de Atacama y, fusil en mano, llamó al silencio del resto –unos tres mil– que permanecieron en los camerinos. Una gramilla impecable y las tribunas limpias fueron suficientes para que unos emisarios complacientes mantuvieran el partido.
El 26 de noviembre de 1973, los futbolistas chilenos formaron en la boca del túnel, salieron al campo y no enfrentaron a nadie. Aún así, hubo pitazo, rodó la pelota y cuatro jugadores tocaron el balón entre ellos hasta llegar al área. Valdés remató sobre toda la línea –de derecha– para que los fotógrafos sacaran la imagen de uno de los absurdos más grandes de la historia del fútbol.
La selección soviética no se presentó, Chile ganó por w/o y clasificó. En el mundo lo llamaron el partido fantasma, en Chile el partido contra los desaparecidos. Al año siguiente, previo al viaje a Alemania, Pinochet asistió para despedir a los jugadores y en una muestra de coherencia y valentía –algunos dijeron que de estupidez– Caszely no le dio la mano al dictador como protesta a las torturas que sufrió su madre –Olga Garrido– por ser de izquierda. “Fue secuestrada por militares y retenida durante días”, diría el exdelantero de Colo Colo.
Caszely sentó una postura política anti-Pinochet y por eso fue separado de la selección para las eliminatorias al Mundial de Argentina 1978 y para la Copa América de 1983. Cierro esta columna, nada coyuntural, con el fragmento de un poema de Raúl Zurita: “Y riéndose nuestros captores nos decían: Cántennos ahora unas cancioncitas de Víctor Jara o del Quilapayún… Y hechos pedazos les respondíamos en los estadios chilenos: Jamás cantaremos cantos del Señor en las malditas cárceles de Babilón.”
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