No voy a hablar del tramadol y de si esta sustancia está prohibida por la UCI y no por la Agencia Mundial Antidopaje (AMA). Quiero hablar, o mejor, escribir, sobre Nairo Quintana. Y empezar con el niño que recorría en bicicleta los 16 kilómetros entre la vereda Concepción, de Cómbita —donde el cielo casi que se junta con la tierra—, y Arcabuco para ir a estudiar.
Del que creó El Ciclista Futurista en clase de cerámica, una escultura que más bien parecía un alienígena y por la que se ganó la risa desaforada de todos sus compañeros. Del mismo que ayudó a construir su colegio (Alejandro de Humboldt) empañetando las paredes del oratorio y mezclando el cemento para estructurar los caminos entre la hierba.
También del niño que ganó su primera carrera luego de superar a Jhon Guzmán, el hijo de Juan Pistolas, un hombre temperamental que en plena plaza de mercado le soltó un mar de palabras arrogantes a don Luis Quintana para que aceptara la apuesta. “Vamos a ganarle, papi”, fue lo único que dijo Nairo sin saber que, detrás de todo, había 200 mil pesos en juego. Ese día, Quintana empezó a construir su dignidad, su carácter firme y constante.
Y así enfrentó a conductores imprudentes en la vía, a increparlos cuando lo cerraban mientras entrenaba. De hecho, una vez se transó en una discusión con uno luego de que les frenara en seco a él y a su hermano. De no haber sido por el casco, Dáyer hubiera recibido el golpe directo de unas cuantas varillas.
Tampoco se amilanaba en las peleas en el parque de Arcabuco, riñas entre niños en las que estaba acompañado por los hermanos Reyes Yaquive. Tres contra el resto del mundo. Desde ahí se le vio el incendio en sus ojos que años después mostraría en las carreteras de Europa. Mirada, pasión y puras piernas.
Nunca hubo dudas, ni siquiera cuando se enfrentó a una bicicleta de pista sin saber los pormenores de la modalidad. Por el contrario, apretó los dientes y en su primera competencia ganó la prueba por puntos en el velódromo de Duitama. Tenía 16 años. A eso llamo yo educar los sentimientos, ganarle al miedo.
Este miércoles —como se especula— puede que el ciclista más grande en la historia de Colombia ponga fin a su carrera. Y en lo único que puedo pensar es en lo fácil que suele irse el tiempo. Y que en adelante nos veremos obligados a escribir desde la nostalgia de lo visto. Se viene una tristeza casi que endémica. Ahora, a esperar que aparezca otro corredor especial como Quintana, aunque, siendo sincero, obturar la aflicción de su partida no será sencillo.
🚴🏻⚽🏀 ¿Lo último en deportes?: Todo lo que debe saber del deporte mundial está en El Espectador
No voy a hablar del tramadol y de si esta sustancia está prohibida por la UCI y no por la Agencia Mundial Antidopaje (AMA). Quiero hablar, o mejor, escribir, sobre Nairo Quintana. Y empezar con el niño que recorría en bicicleta los 16 kilómetros entre la vereda Concepción, de Cómbita —donde el cielo casi que se junta con la tierra—, y Arcabuco para ir a estudiar.
Del que creó El Ciclista Futurista en clase de cerámica, una escultura que más bien parecía un alienígena y por la que se ganó la risa desaforada de todos sus compañeros. Del mismo que ayudó a construir su colegio (Alejandro de Humboldt) empañetando las paredes del oratorio y mezclando el cemento para estructurar los caminos entre la hierba.
También del niño que ganó su primera carrera luego de superar a Jhon Guzmán, el hijo de Juan Pistolas, un hombre temperamental que en plena plaza de mercado le soltó un mar de palabras arrogantes a don Luis Quintana para que aceptara la apuesta. “Vamos a ganarle, papi”, fue lo único que dijo Nairo sin saber que, detrás de todo, había 200 mil pesos en juego. Ese día, Quintana empezó a construir su dignidad, su carácter firme y constante.
Y así enfrentó a conductores imprudentes en la vía, a increparlos cuando lo cerraban mientras entrenaba. De hecho, una vez se transó en una discusión con uno luego de que les frenara en seco a él y a su hermano. De no haber sido por el casco, Dáyer hubiera recibido el golpe directo de unas cuantas varillas.
Tampoco se amilanaba en las peleas en el parque de Arcabuco, riñas entre niños en las que estaba acompañado por los hermanos Reyes Yaquive. Tres contra el resto del mundo. Desde ahí se le vio el incendio en sus ojos que años después mostraría en las carreteras de Europa. Mirada, pasión y puras piernas.
Nunca hubo dudas, ni siquiera cuando se enfrentó a una bicicleta de pista sin saber los pormenores de la modalidad. Por el contrario, apretó los dientes y en su primera competencia ganó la prueba por puntos en el velódromo de Duitama. Tenía 16 años. A eso llamo yo educar los sentimientos, ganarle al miedo.
Este miércoles —como se especula— puede que el ciclista más grande en la historia de Colombia ponga fin a su carrera. Y en lo único que puedo pensar es en lo fácil que suele irse el tiempo. Y que en adelante nos veremos obligados a escribir desde la nostalgia de lo visto. Se viene una tristeza casi que endémica. Ahora, a esperar que aparezca otro corredor especial como Quintana, aunque, siendo sincero, obturar la aflicción de su partida no será sencillo.
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