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El hecho de que el mundo esté cada vez más interconectado, que hablemos más idiomas que antes, que haya mayor movilidad laboral y académica y que en segundos nos enteremos de lo que acaba de pasar en otro continente, no significa que seamos ciudadanos globales. La interconexión significa que tenemos más fácil acceso al mundo, pero no necesariamente que seamos parte activa de éste. Violaciones a los derechos humanos, pobreza, inequidad, deterioro del medio ambiente, entre otros, aquejan al mundo en el que vivimos y debemos generar consciencia de que lo que pasa en Ucrania, por ejemplo, no es un problema local de quienes viven ahí, sino es un problema global que nos compete a todos. El hecho de entender estas realidades y tomar acción en pro de un mundo más sustentable, tolerante, seguro, respetuoso, pacífico e inclusivo, es ser un ciudadano global.
Nadie nace ciudadano global. No es que los niños y jóvenes de hoy hayan venido con el “chip” de ser globales. Ésta es una habilidad que se adquiere, que hay que enseñar a los estudiantes en los colegios y que busca empoderarnos en todas las edades para que asumamos roles activos en problemáticas, ya sea dentro del propio entorno o en otros más lejanos. Los colegios que no estén incorporando la Ciudadanía Global en sus currículos se están quedando cortos en lo que el mundo requiere de nuestros niños y jóvenes. No podemos esperar más o de lo contrario se quedarán inmersos en la burbuja en la que estamos esta generación de adultos, que miramos de costado lo que pasa a nuestro alrededor sin inmutarnos, como lo dije en mi columna de hace dos semanas “La verdad que incomoda”.
De acuerdo con las Naciones Unidas, la educación en ciudadanía global se basa en tres dominios del aprendizaje. El primero es el cognitivo, el cual brinda las habilidades de pensamiento ―como el crítico y el creativo― y de conocimiento necesarias para entender mejor el mundo y sus complejidades. El segundo dominio es el socioemocional, es decir aquellos valores ―como el respeto, la responsabilidad y la honestidad― , actitudes ―como la apertura a la diversidad o la vocación de servicio- y habilidades sociales ―como lo empatía― que permiten a los niños y jóvenes vivir con otros de manera respetuosa y pacífica. El tercero es el de comportamiento, entendido como la aplicación práctica y el compromiso que asumen con una problemática, como, por ejemplo, ser individuos autónomos interesados en participar en la sociedad que intentan transformar.
Para que haya una verdadera transformación, las instituciones educativas debemos, no solo enseñar de manera curricular, basados en los tres dominios mencionados por Naciones Unidas, sino también ir a la práctica. Solucionar problemas en contextos reales es lo que les irá mostrando a nuestros niños y jóvenes lo que significa vivir una vida significativa de liderazgo y servicio en colaboración con otros. Les enseñará en la práctica lo que significa el cuidado el otro, el compromiso con una causa, el entendimiento de que cualquier esfuerzo suma y que todo lo que hagamos debemos hacerlo lo mejor que podamos porque siempre va a generar un impacto.
Cuando una institución incorpora la ciudadanía global de manera explícita e intencional en su currículo, incluida la práctica, es cuando de verdad está ofreciendo una educación integral a sus estudiantes con una promesa de valor clara de que su paso por el colegio los hará mejores personas que le aportan a su familia, a su ciudad, a su país y al mundo. Sin duda el tener mejores ciudadanos globales va a ayudar a que el impacto de estos jóvenes se vea traducido en buenas personas que aportan en lo local, al igual que en lo global.
Los niños y jóvenes de hoy tienen mucho para aportarle al mundo. No esperemos sentados a que sean mayores de edad para que hagan los grandes cambios. Esa frase que dice que “los niños son el futuro” está mandada a recoger. Los niños son el presente y desde ya pueden hacer grandes cambios, solo debemos darles las herramientas adecuadas.