El chileno Alexis López Tapia ha escrito profusamente sobre la estrategia política denominada “deconstrucción”, que busca poner “la ley y el orden entre la espada y la legitimidad” para imponer, mediante la “revolución molecular disipada”, un nuevo modelo que, arropado con los títulos de progresismo o socialismo del siglo XXI, es la versión moderna del comunismo. Miremos el caso chileno para entenderlo.
El modus operandi se basa en acciones revolucionarias horizontales para generar de forma gradual y cotidiana conductas que alteren el estado de la normalidad social del sistema dominante, y así derogarlo. El objetivo es generar caos y el cese de la normalidad diaria, para crear un estado de crispación y crisis permanente. En Chile lo hicieron, entre otras, quemando más de 400 supermercados y gran parte del metro. Aprovechando que la gente reclama justas demandas sociales y reformas, el modelo avanza imponiendo términos cada vez más radicales y exigentes para cesar las protestas, llegando a niveles incumplibles para justificar su narrativa de que el “modelo fracasó” y que el gobierno “no da el ancho de banda”.
En Chile esta insurrección revolucionaria avanza con una protesta continuada que va restando legitimidad al gobierno y al Estado, al tiempo que se la concede a la causa y finalmente buscará instaurar, vía asamblea, una dictadura democrática. ¿Cuándo termina la violencia? La gente cree que la violencia cesa cuando el gobierno otorgue concesiones, que ellos tomarán, pero la violencia continúa porque este modelo revolucionario requiere agudizar el conflicto, pues lo que está en disputa, además del poder, es un cambio de sistema, pasando del democrático con libertades al comunista con nuevo nombre. En este camino sectores de izquierda no radicales y aun algunos de centro se van plegando por la creciente insatisfacción y, de paso, radicalizando sus posiciones, amplificando los efectos.
Este proceso tiene varias etapas: comienza con un escalamiento de la violencia; luego hay un copamiento de la fuerza pública, que se da cuando los actos de violencia se generan en el mismo instante en muchas partes de diferentes ciudades, logrando desbordar a las autoridades, afectando el transporte y deteriorando de forma permanente la normalidad. La tercera fase es la saturación y se da cuando el sistema completo colapsa, la gente no puede llegar al trabajo, la destrucción de las ciudades es ostensible y hay una masiva cantidad de negocios que no pueden abrir. Si bien al principio la sociedad genera un rechazo hacia los violentos, el mantener los eventos desestabilizantes y las demandas hace que la presión pase al gobierno.
El caso chileno muestra cómo el modelo necesita víctimas porque, al ser una guerra asimétrica, una fuerza mayor que es el Estado se enfrenta a los grupos subversivos que para ganarla requieren debilitarlo. Por eso generan más violencia que, al ser reprimida, los exponga a violaciones de derechos humanos, para demandar reformas a la fuerza pública y al uso legítimo de las armas no letales, y buscar equiparar el uso de las armas legítimas del Estado con las de una fuerza violenta mayor, revolucionaria y terrorista. La clase política puede estar tranquila por haber impulsado reformas, pero estos grupos no quieren la paz sino el caos generado por la revolución molecular disipada. ¿Suena conocido?
El chileno Alexis López Tapia ha escrito profusamente sobre la estrategia política denominada “deconstrucción”, que busca poner “la ley y el orden entre la espada y la legitimidad” para imponer, mediante la “revolución molecular disipada”, un nuevo modelo que, arropado con los títulos de progresismo o socialismo del siglo XXI, es la versión moderna del comunismo. Miremos el caso chileno para entenderlo.
El modus operandi se basa en acciones revolucionarias horizontales para generar de forma gradual y cotidiana conductas que alteren el estado de la normalidad social del sistema dominante, y así derogarlo. El objetivo es generar caos y el cese de la normalidad diaria, para crear un estado de crispación y crisis permanente. En Chile lo hicieron, entre otras, quemando más de 400 supermercados y gran parte del metro. Aprovechando que la gente reclama justas demandas sociales y reformas, el modelo avanza imponiendo términos cada vez más radicales y exigentes para cesar las protestas, llegando a niveles incumplibles para justificar su narrativa de que el “modelo fracasó” y que el gobierno “no da el ancho de banda”.
En Chile esta insurrección revolucionaria avanza con una protesta continuada que va restando legitimidad al gobierno y al Estado, al tiempo que se la concede a la causa y finalmente buscará instaurar, vía asamblea, una dictadura democrática. ¿Cuándo termina la violencia? La gente cree que la violencia cesa cuando el gobierno otorgue concesiones, que ellos tomarán, pero la violencia continúa porque este modelo revolucionario requiere agudizar el conflicto, pues lo que está en disputa, además del poder, es un cambio de sistema, pasando del democrático con libertades al comunista con nuevo nombre. En este camino sectores de izquierda no radicales y aun algunos de centro se van plegando por la creciente insatisfacción y, de paso, radicalizando sus posiciones, amplificando los efectos.
Este proceso tiene varias etapas: comienza con un escalamiento de la violencia; luego hay un copamiento de la fuerza pública, que se da cuando los actos de violencia se generan en el mismo instante en muchas partes de diferentes ciudades, logrando desbordar a las autoridades, afectando el transporte y deteriorando de forma permanente la normalidad. La tercera fase es la saturación y se da cuando el sistema completo colapsa, la gente no puede llegar al trabajo, la destrucción de las ciudades es ostensible y hay una masiva cantidad de negocios que no pueden abrir. Si bien al principio la sociedad genera un rechazo hacia los violentos, el mantener los eventos desestabilizantes y las demandas hace que la presión pase al gobierno.
El caso chileno muestra cómo el modelo necesita víctimas porque, al ser una guerra asimétrica, una fuerza mayor que es el Estado se enfrenta a los grupos subversivos que para ganarla requieren debilitarlo. Por eso generan más violencia que, al ser reprimida, los exponga a violaciones de derechos humanos, para demandar reformas a la fuerza pública y al uso legítimo de las armas no letales, y buscar equiparar el uso de las armas legítimas del Estado con las de una fuerza violenta mayor, revolucionaria y terrorista. La clase política puede estar tranquila por haber impulsado reformas, pero estos grupos no quieren la paz sino el caos generado por la revolución molecular disipada. ¿Suena conocido?